Las flautas comenzaron a sonar. Se suponía que de ellas debería salir música, pero esos pitidos me rompían los oídos. INSOPORTABLE. En cualquier otra situación me habría levantado de aquella incómoda silla y me habría ido, pero no podía: era el concierto de la clase donde mi hijo aprende a tocar flauta.
Ahí estaba él, nervioso, con su flauta transversal en la boca y sus dedos moviéndose a lo largo del instrumento. Sus compañeros también se esforzaban, sí, pero la música era una mierda. El profesor los dirigía, orgulloso, un viejo regordete con sonrisa de plástico y mejillas que le caen hasta el cuello.
Estábamos ahí, mirando hacia el escenario, compartiendo el sentimiento de impotencia y ridiculez ajena. Nadie podía escapar, ni siquiera criticar o abuchear: eran nuestros hijos, nuestra sangre, nuestro error… nos lo buscamos.
“Que tu hijo toque la flauta en lugar del violín, porque es un instrumento más barato, más fácil de dominar y lo que importa es que aprenda música”, me decían. Pues bien, una puta flauta transversal es muy cara, no hay nada fácil si no hay talento, y dudo mucho de que mi hijo haya entendido siquiera qué carajos es la música.
Cuando acabó el concierto, aplaudimos eufóricos, algunos gritamos “¡Bravo!”: queríamos demostrarnos mutuamente que, pasara lo que pasara, nuestros hijos serían nuestro orgullo. En casa los íbamos a humillar o los sacaríamos del curso, pero en ese momento teníamos que demostrar que hacíamos lo correcto. Fuimos a felicitar al profesor por su excelente trabajo, y él nos felicitaba por nuestros hijos tan talentosos. |