Lo ves por las calles, con los pies descalzos y un atuendo de poca monta, con la ropa desgastada hasta el último hilo. Camina descalzo durante todo el año; sus pies son cuero duro y los dedos, enormes. No hay invierno tan frío ni verano tan cálido que le impida recorrer la ciudad sin zapatos. Su afición es buscar botellas y latas vacías entre los contenedores de basura para luego cobrar el depósito. No gana más de diez euros al día, pero eso no le importa: no lo necesita. Su pensión de burócrata alemán como empleado de aduanas, su propio departamento, su vida solitaria, su seguro privado y, en consecuencia, su situación económica estable le permiten vivir como le da la gana. A él le gusta vivir así, de la manera más sencilla posible. Su apariencia arisca mantiene alejados a los idiotas.
Un día charlé con él y me contó que la vida es más que una línea que se recorre de principio a fin, que la vida es un baúl lleno de belleza por descubrir; pero no la belleza vulgar que excita a los animales ni la que hace palpitar el corazón de los ilusos. No, él busca la belleza de la que habló Baltasar Gracián y Morales hace cientos de años, la que llamó “despejo”, lo que los franceses rebautizaron como je-ne-sais-quoi: ese algo misterioso, difícil de distinguir, pero que encanta. Se encuentra en lugares y objetos ínfimos, ajenos al ojo vulgar. “Por ejemplo, mis botellas —me dijo—. Me fascina descubrir esa belleza que fue ignorada por quien bebió de ellas y luego las tiró para seguir con su vida en la oscuridad de su ceguera. No me interesan los pocos euros que gano con esa búsqueda. Camino descalzo porque así siento el palpitar de nuestro planeta, el humor de las estaciones, el movimiento erupcionado de la tierra.”
Mientras lo escuchaba, pensé si a mí, cuando me jubile y reciba una miseria al mes, me será concedido el lujo de la contemplación. |