Después de cuarenta noches sumido en las profundidades de su sombra, el escritor, trémulo y encandilado por la luz del amanecer, sacude sus miembros y entra nuevamente en acción.
Abriendo los ojos, despierta del letargo y extiende una mirada inquisidora.
Todos se han ido.
Las escamas de su antigua piel están esparcidas sobre la alfombra manchada.
Sobre la mesa, yacen los restos del último cigarrillo y del último licor.
En la cama persiste el aroma de la mujer a la que amó hasta que ambos cayeron dormidos.
Ella ya se fue.
Ahora está solo en la casa fría, cobijado por el silencio susurrante del borde del mar.
Acaba de salir el sol.
Cuarenta días durmiendo, después de la fiesta salvaje, no está mal, dice en voz alta, botando en el basurero los desperdicios del reventón.
Saciado por el exceso de placer, camina al baño y se enfrenta al espejo con una extraña sensación de paz.
Mira su cuerpo desnudo marcado por los chupones de la hembra enloquecida.
Una risa sorda le estimula la sangre y un rayo de testosterona le recorre la piel, saboreando en la boca, el exquisito regusto de la amiga encelada.
Rodeado de un vacío sin mancha, acepta agradecido los frutos de la voluptuosidad, contemplando las ondulaciones del cerro y el suave lamido de las aguas sobre las rocas de la orilla.
Todo está bien, concluye, dando vuelta la página y calibrando su alma, nuevamente, en modo eternidad.
|