El Conde Roduspier se enfureció de tal manera ante la acusación de Lournoix, el escritor, en el sentido que aquel había cometido un par de crímenes que luego fueron habilmente ocultados a la opinión pública, gracias a sus muy poderosas influencias. Por lo tanto, encontrándose el noble de sopetón con el susodicho en una callejuela del antiguo París, extrajo de entre sus refajos un grueso guante de armiño y sin mediar palabra alguna entre ellos, vapuleó su rostro de rata lisonjera, retándolo a duelo para el siguiente atardecer.

Las armas que se utilizarían para la eventualidad serían dos espadas, ya que ambos eran avezados cultores de dichos instrumentos.

Luego del fragor de la pelea, uno cayó para no levantarse. El otro, a duras penas caminó dos pasos y luego se derrumbó sin fuerzas en el piso.

Más tarde, dos seres caminaban uno junto al otro, discutiendo acaloradamente. Al parecer, sus pies no tocaban el piso, puesto que parecían estar construidos de algo muy etéreo. El ladrido de los perros pregonó más tarde su extrañísima desaparición…