EL RESCOLDOR
Siempre lo supe en la médula encendida: yo nací al costado del Creador.
Él —el Fuego que devora vacíos, el que forja constelaciones en su fragua eterna— ya ardía cuando mi chispa se desprendió de su costilla incandescente. Caímos a este mundo de ecos y niebla. Nos dieron nombres como amuletos: "padre", "madre", "dolor", "espera"... palabras que eran cunas y al mismo tiempo jaulas. Y cuando sus dedos se abrieron para soltar los nuestros, no fue abandono: fue el primer acto de amor. "Arde con tu fragilidad", murmuró la oscuridad al recibirnos.
Corrimos. Edificamos dioses de lodo y espejos que repetían máscaras. Jugamos a ser inmortales, hasta que la noche nos recordó la ley de las estrellas: nuestra gloria no está en la permanencia, sino en cómo prestamos luz a la tiniebla que nos acoge.
Hoy soy encontrador. En esta soledad que abraza como tierra recién llovida, escucho el Silencio Supremo. Es el intervalo entre las fugas de Bach —esa respiración que nace bajo los arcos del alma—, haciendo de mi cuerpo una cripta donde vibra el órgano del universo.
Al entrar al cuarto sin bordes, la oscuridad me recibe como vientre primordial. Nadaré en su leche de sombra, y allí, en ese útero sin tiempo, algo estalla: mi breve fulgor. No es creación mía, sino rescoldo del Gran Incendio, préstamo sagrado para iluminar este instante que se desvanece. Comprendo entonces: soy astro que se apagará, sí, pero mientras ardo, reconozco la Llama que me desgajó. Aquella que nunca comenzó porque siempre era. Y cuando mi luz se extinga, una mano cálida recogerá mi ceniza —como un padre junta las migas de pan de su hijo—, y entonces, mi polvo suspirará en la Hoguera Eterna: "He vuelto", mientras la última fuga de Bach se funde con el latido de las nebulosas. |