Salí un poco borracho de la fiesta. Un poco borracho de alcohol y mucho más de dolor porque encontré a mi novia besándose con otro guachín. Me fui. Ni siquiera le dije algo a ella que me miraba entre sorprendida y avergonzada, y al guachín que me miraba también sorprendido y hasta con miedo. Me fui. Nos le dije nada. Aunque bien podría haberle puesto una trompada a cada uno. Caminé por la ciudad porque es hermoso caminar por la ciudad de noche cuando uno está con el corazón roto; parece que es lo que hay que hacer; al menos es lo que hace la gente en las películas. Me metí en un callejón dónde vi ratas escurrirse entre los tachos de basura y las bolsas negras llenas de cosas podridas. Había olor a queso rancio en el aire. Nada me importaba. Caminé por el callejón apenas iluminado por la luz de la luna cuando apareció otra luz. Era una linternita. Primero vi la luz de la linternita, después el libro y después a un guachín sentado sobre un aire acondicionado. Me temblaron las piernas y sentí un mareo y después la sensación de estar frente a un pelotón de fusilamiento. ¿Qué puede uno esperar de encontrar a un guachín posiblemente drogado y armado en un callejón oscuro lleno de basura? El guachín me vio estremecerme. Quedé paralizado. Me alumbró con la linterna y me dijo:
¿Qué hacés acá?
Me di vuelta e iba a empezar a correr, salvo que por el terror no me podía mover y apenas si di unos pasos tambaleantes.
Pará, pará, me dijo. No te asustés. No te voy a hacer nada.
La voz. Me llamó la atención la voz que parecía la de alguien que estaba en paz.
No…es que…, balbuceé.
Pará, pará ¿Qué te pasa? ¿Qué hace un tipo como vos por acá?
¿Un tipo como yo? , pensé. Lo habría dicho por mi forma de vestir. Él, aunque apenas podía verlo, estaba zaparrastroso.
Sentí una súbita confianza en el guachín. En realidad cuando pensé que lo había encontrado leyendo sentí confianza en él. ¿Quién puede leer en un basural? Un Bukowski tal vez.
Encontré a mi novia curtiendo con otro, le dije.
Amigo, no te lo puedo creer.
Yo tampoco.
¿Se armó quilombo?
No, me fui. Empecé a caminar…
…y terminaste acá, dijo.
Sí.
Una enjambre de ratas cruzó el callejón chillando.
Me agarraste leyendo. Si no leo algo todos los días siento que me falta algo. Aún cuando estoy en pedo, como suelo estar, siento que me falta algo.
¿Qué estás leyendo? le pregunté y me acerqué hasta quedar a unos metros, él iluminaba el piso con la linternita. Supongo que se había dado cuenta que iluminarme a la cara suponía encandilarme.
Los miserables, dijo.
Alto libro.
No lo leíste.
No, pero algo sé de la historia, no me gustan los libros largos ¿Cómo sabés que no lo había leído?
Bueno, a quién mierda le gustan los libros tan largos sino a alguien que se siente muy solo.
¿Y vos?¿Vos que hacés en la calle?¿Qué hace un tipo como vos en la calle?
¿Un tipo como yo?
No cualquier pibe de la calle lee Los miserables.
Es una larga historia pero vos sos del palo ¿cierto?
¿Qué palo?
Te gusta leer también.
Pensé un momento. Traté de ubicarme. Lo que estaba viviendo no era un sueño.
Me senté yo en el aire acondicionado. Él se quedó parado.
A mí también me gusta leer. Escribo. Escribo pelotudeces. No pienso en trascender o nada por el estilo.
Dejate de joder. Todos los que escribimos pensamos en trascender.
¿Qué?¿Vos escribís también?
Vi unas cintas alrededor de sus brazos a la altura de sus hombros y me di cuenta de que tenía una mochila.
Sí, escribo, dijo. Alcohol y literatura, cosas que encuentro en la basura, la caridad que todavía queda en algunas personas, con eso sobrevivo.
Vamos para mi casa, le dije.
Pero… apenas me conocés… soy un guachín de la calle…
Y leés Los miserables, a mí hay muchas cosas que no me importan, pero la literatura sí, yo no conozco el hambre pero también sobrevivo leyendo y escribiendo. Vamos para mí casa.
¿Y tu familia?¿Qué va a decir?
No tengo hermanos y mis viejos salieron y van a llegar tarde.
En el camino hacia mi casa que quedaba algo lejos le propuse ir en taxi. Me dijo que no. Que fuésemos en colectivo, quería mostrarme algo. Cuando paró el 134 saludó al chofer y le preguntó si podía trabajar.
Claro, dijo el chofer. Un gusto verte, poeta.
Algo impactó en mí, me hizo abrir un poco la boca, y mi visión se amplió hasta el extremo de un leve mareo. El guachín le hizo una seña al chofer y este me dejó pasar. Me paré junto a la máquina de los boletos y vi al guachín sacar de su mochila una pila de papeles. Después los fue repartiendo entre los pasajeros que debían ser doce o quince. Cuando terminó a mí se acercó y me dijo:
Ahora los dejo que lean, después paso a recoger.
Me preguntó si alguna vez había probado los helados de cierta heladería que vimos al pasar.
Son riquísimos, dijo. ¿Quién no se da un lujo cada tanto?
Después fue a “recoger”. La gente le decía cosas y le daban dinero. No todos por supuesto pero varios. Nos sentamos en el primer asiento y me mostró que tenía cerca de tres mil pesos.
Así vivo, dijo. Después se puso a hablar con el chofer. Más tarde me diría que era parte del trabajo crear confianza con los choferes porque no todos lo dejaban trabajar. Siempre les preguntaba por la familia y con casi todos hablaba de fútbol.
Estábamos en el living de mi casa, que por cierto es muy lindo, tomando un whisky caro que le saqué a mi padre. El guachín estaba sentado en un sillón y yo en otro. Había una mesita con una lámpara que irradiaba una luz cálida. Mi perro, Duky, no dejaba de olfatear y darle vueltas al guachín. Supongo que su olor le resultaba atractivo. Nos pusimos a intercambiar poemas.
Estos son los poemas cursis que vendo en los colectivos, me dijo.
Jajaja, reí. Yo también conquisté a mi novia con poemas cursis.
A la gente le gusta Enrique Iglesias.
Después pasamos a lo verdadero. Me mostró poemas que hablaban del sufrimiento, del desamparo, del abandono, y yo también le mostré los míos que hablaban de la soledad, del miedo, del fracaso. El perro había dejado de olfatearlo y ahora se había recostado a sus pies.
Yo también tengo mis dolores, le dije. Lo tengo todo, y mis dolores también.
Él pareció comprenderme. Algo raro porque los pobres nunca comprenden que también los ricos lloran. Este guachín tenía una sensibilidad diferente.
Al fin y al cabo todos sufrimos, nadie se salva de eso, dijo.
Tomamos mucho whisky, y leímos nuestros poemas, y después también de Borges, de Pizarnik, de Gabriela Mistral, de Fabián Casas, reíamos mucho por las pelotudeces que decía el guachín, era muy gracioso. Mientras reíamos el perro se excitaba y corría de un lado para el otro. Me contó aventuras de la calle, y yo también le conté algunas de mis aventuras, pero llegó un momento en el que no pudimos leer más de lo borrachos que estábamos. Nos agarró un sueño terrible y yo tuve la idea de que nos tiráramos en mi cama para dormir.
Me desperté con el tumulto de la policía entrando en mi casa. Nos despertamos aturdidos, sin mediar palabra, solo gritos, mi padre, vestido con un saco violeta que nunca olvidaré, exclamando:
¡Llevense a este puto linyera de mi casa! Yo me arreglo con mi hijo.
El perro ladraba. Alguien lo encerró en el baño.
Los policías agarraron al guachín que no se resistió y lo esposaron y se lo llevaron.
¿Qué hacen grité?
¡Puto de mierda!, me dijo mi padre. Se escuchaba al perro ladrar.
Yo sí me paré y traté de manotear al guachín y ayudarlo a zafar, pero los policías forcejearon y mi padre me agarró fuerte por la espalda y me inmovilizó. Después me empujó al piso donde caí golpeándome la cabeza. Estaba un poco mareado y borracho todavía. Escuché a la policía.
Nosotros nos ocupamos de este ciruja, dijo uno.
Mi padre apareció en la pieza con un palo de escoba y empezó a golpearme.
¡Puto de mierda!, gritaba y me daba palazos. El perro ladraba.
Dolor, mucho dolor, y los palazos que me daban por todos lados, mi madre ni siquiera apareció, a mí se me dio por pensar, palazo va, palazo viene, que nunca le pregunté el nombre al guachín.
¡Puto de mierda!, gritaba mi padre.
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