Añoro aquellas librerías cuya atmósfera invitaba a recordar que el acto de leer es mucho más que comprar hojas impresas con tinta de fábrica. En realidad, eso es lo que adquieres: papel y tinta; sin embargo, lo que buscas son las palabras que te esperan en las páginas.
Me fascina el engaño. Quiero creer que el autor intenta revelarme una verdad a través de sus mentiras. El placer de llegar a la última página de una buena novela lo comparo con el regocijo de quien encuentra la salida de un laberinto. Leer es un acto de fe: es necesario confiar en la generosidad de las musas y estar dispuesto a perdonar la mezquindad de un mal escritor.
Pero ya me he desviado del tema.
Extraño aquellas librerías de antaño que ofrecían café y sillones para pasar el tiempo leyendo los nuevos títulos, donde uno podía hojear a placer lo que quisiera, sin sentirse presionado a comprar, acompañado de la música de Haydn o Beethoven. Hoy quedan pocas librerías así; muchas han desaparecido por completo. En su lugar, existen las macrolibrerías de varias plantas, con sus “Best Of” y bestsellers en los pasillos, su literatura fantástica de portadas estridentes y multicolores que me marean, sus mangas y libros desechables para leer en vacaciones. No hay café, y la única música que se escucha son los timbres de los smartphones de los clientes o la campanilla incesante de las cajas registradoras.
Más que enojo, siento remordimiento. Yo mismo contribuí, con mis malos hábitos de lector asiduo, a que aquellas acogedoras librerías se fueran al demonio. Tomar café, leer varias horas gratis y comprar solo cuando algún libro estaba en oferta no era buen negocio. Ahora, mi nueva isla son los locales de libros usados, pero allí no hay amor: libros amontonados en el suelo, donde hay que buscar los buenos títulos entre mucha basura editada... el exilio de las musas.
La vida de un viejo lector tacaño no es fácil. Me gusta el papel de los libros, pero más me gusta el papel de los billetes en mi cartera. |