Fue el segundo domingo del verano de un año que ahora no recuerdo. Cuando llegamos temprano al parque que bordea el lago Hopatcong de New Jersey en USA. Un lugar que lo tiene todo: el lago, un bosque sobre colinas asombrosas é instalaciones adecuadas a todo tipo de visitante. Y aquella vez escogimos la parte plana de la menor elevación del sitio, para practicar deportes, socializar con los familiares de los hermanos del grupo de amistad, almorzar juntos y cerrar con una especie de ultreya abierta.
Y con mi hermano Víctor y un balón de fútbol, fuimos a la parte más llana de aquel irregular terreno. Y comenzamos a pasarnos la pelota con toques moderados. Y aquel suave ejercicio marchaba bien, hasta que un toque descontrolado que le di al balón, le distanció del alcance del pie izquierdo de mi amigo. Y tanto él como yo le seguimos con la vista. Lo que nos permitió intuir que pasaría por las cercanías de un joven que estaba sentado sobre el piso.
Pero también observamos que a su frente había una joven mujer y que las posturas de ambos sobre la grama, proporcionaban la segura protección a una niñita que con delicia sorbía su leche por el hoyo del biberón. Y la bola que sé aproximaba al grupo había empezado a reducir su rotación sobre la lisa superficie. Y precisamente sé detuvo a dos metros del grupo familiar. Y yo que fui quién la puso en movimiento, me sentí aturdido por la mirada que desde lejos me envió el hombre qué pintaba unos veinte y seis años de edad.
Pero mi hermano Víctor, al igual que yo, le dio seguimiento a lo qué el cerebro del joven padre había puesto en su rostro. Quién, además, evidenció una intención. Intención qué también preví, por lo que me moví en la dirección del grupo. Pero antes de mi quinto paso, el joven padre se incorporó, caminó hacia la bola y la levantó del suelo. Entonces, sosteniéndola, sé orientó en mi dirección.
Y Víctor con un dominio pleno del juego mental qué en silencio crecía entre el joven y yo, me detuvo con una señal de su brazo derecho. Y le obedecí por sensatez. Notando en él, la intención de ir al encuentro con el portador del balón. Joven qué sin entregárselo, escuchó la disculpa de Víctor, de parte mía. Sin embargo, él sé quedó con la pelota y avanzó en mi dirección. Pero Víctor no dejó de seguirlo. Hasta que noté sus ojos penetrando las órbitas de los míos.
Tras lo cual, inició su discurso. Qué y muy a pesar del demoledor efecto de su mirada, lo comenzó hablando de mi edad. Y con ella lo terminó. Dejándome sentir que sí lo qué pasó hubiera sido provocado por un joven, otro gallo habría cantado. Entonces, puso el balón sobre las gramas, me dio la espalda y sé marchó. ¡Y lo qué prosiguió en mi interior fue, a la sazón, una revalorización de los treinta y ocho años que tenía!
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