¿Alguna vez sentiste que te llama
una voz familiar, y por tu nombre,
y al recordarte sola en madrugada
huyes al aire frío de la noche?
Y al sentirte cobarde, cuando vuelves,
cuando cruzas la puerta desafiante,
¿no percibes que flota en el ambiente
un pesar en la atmósfera del aire?
Al desnudar tu cuerpo en el lavado,
¿no sientes, muchas veces, que te miran,
que unos ojos se quedan contemplando
cómo el agua en tus pechos se desliza?
Más tarde, ya en el lecho, cuando duermes,
y sueñas con un hombre que te gusta,
¿no es el placer quien hace que despiertes
sintiéndote invadida en forma abrupta?
Y luego, cuando bajan tus latidos,
y te asalta el temor y la vergüenza,
¿no piensas en la idea de un espíritu
que tiene que marcharse, y no lo acepta?
¿Que se quedó por ti sin ir al Cielo
para poder quedarse con lo suyo?
¿Que se salvó tan solo del infierno
porque trajo consigo el inframundo?
Porque te escribo esto, no estoy muerto,
sabes bien cómo estoy a la distancia,
pero hay algo de mí que está muy lejos,
que se quedó contigo en esa casa.
Y lo hago en un presente indicativo,
porque sé que me estás leyendo ahora,
porque un poeta puede, en sus dominios,
encadenar las dudas a las sombras...
El amor, si es que muere, no se marcha,
se queda allí, tan cerca, que lo sientes
como si fuera un tétrico fantasma
con la pasión romántica de Bécquer.
En su dual y magnífico ensamblaje,
cuando hace su simbiosis en dos cuerpos,
hombre y mujer en una sola carne
lo expresan en un éxtasis perfecto.
Pero cuando los cuerpos se separan
y destruyen la obra de sus manos,
el mismo amor comienza la venganza,
volviendo burdo lo que fue un milagro.
Y suele acompañarnos todo el tiempo,
oculto en nuestra ausencia, rencoroso,
haciéndonos saber lo que hemos hecho,
hasta que al fin se olvide de nosotros...
L.G.C.
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