Cuando vi el comercial de una aerolínea ofertando un descuento inusual, me alteré. Mi esposa dormía. Ella estaba enterada de que iría a una convención sobre ecosistemas en una ciudad distante. No la desperté. Hice algunas llamadas por el móvil. La besé antes de irme y, soñolienta, me respondió. Salí con mi maleta breve. En el taxi, me di cuenta de que había olvidado el celular, pero contradije la idea de regresar:
—¡Lléveme al aeropuerto, por favor!
En tres horas de vuelo estaba en aquella ciudad porteña. Treinta minutos después, frente a su casa. Los faroles encendidos. El silencio apenas roto por un coche lejano.
Conocía la residencia como la palma de mi mano. Ella me la había descrito rincón por rincón. Sabía cómo entrar, cómo llegar hasta su recámara. Me acostumbré a la oscuridad y reconocí los detalles. Ubicada la escalera al sótano, presioné la manija. Luego, el pasillo. El balcón. «Siempre dejo la ventana entreabierta», me dijo una vez. Sonreí. En la cama, su cuerpo enroscado. Su esposo estaba en un torneo de pesca. Dormía profundamente. Entré al baño. Me lavé con esponja, en silencio, y me tendí a su lado.
Adormilada escondió su rostro en mi cuello. Entreabrió los ojos.
—Qué rico hueles —murmuró. Y volvió a dormirse.
La abrazaba. Sentí sus manos sobre mi pecho. De pronto, se apartó:
—¡Tú no eres mi marido!
Encendió la luz. Sus ojos se abrieron de más.
—¿Qué haces aquí?
A través de su bata de seda transparente se veía su cuerpo aceitunado.
—Apaga la luz y recuéstate —le dije con suavidad.
—¡Vete! ¡Vete de aquí! Mi marido no tardará en llegar.
—Está pescando sábalos.
—No entró a la competición. Anoche llamó. Está por llegar.
—¿Entonces…?
—No tienes ni un minuto.
Me sentí disminuido. Pensé que el recibimiento sería otro. Comencé a vestirme, frustrado. Ella, viendo mi estado de ánimo, suavizó el gesto.
—Perdona. No ha sido el mejor momento.
Se acercó y me besó levemente. Aproveché para besarla con pasión, llenar su boca con mi lengua. Ese beso que deviene otro, y otro más. Las manos recorrieron talle, espalda, nuca, las líneas exuberantes de la mujer. El tiempo se disolvió.
La realidad nos alcanzó al escuchar pasos de varón en las escaleras. La parálisis nos enmudeció.
—Mamá, mamá, ya me voy —dijo una voz joven.
—¿Regresarás a comer?
—No me esperes. Tengo mucho trabajo.
Yo ya estaba vestido. Tenía la mochila a los pies. Le di un beso más. Escuché los pasos que bajaban… pero también otros que subían. Un golpe seco en la puerta. Luego, el giro de la perilla. Me oculté bajo la cama.
—¡Jesús, no te esperaba tan temprano! Ahora te abro —exclamó nerviosa.
La cama crujió bajo su cuerpo denso. Como un oso herido por el sueño. Yo respiraba a sorbos. Me pregunté: ¿qué carajos hacía yo ahí? Debía estar llegando a otra ciudad. En el avión pensaba: «¡Qué sorpresa se va a llevar!». Y ahora, ahí, encajonado.
Poco después comenzaron los azotes del colchón. Los embates de un cuerpo. Respiraciones y quejidos. Temblaba. No aguanté más: estornudé. Por suerte, coincidió con el clímax de ambos. Volvieron a rodar. Escuché sus ronquidos. La vi caminar hacia el baño. No cerró la puerta. El chorro de orina en el agua, el cajón abriéndose, un cambio de ropa interior. Sacó una sábana. Pensé que cubriría la cama… pero la sostuvo como cortina. Me dio una patada. Me levanté. Con la mirada, me empujó hacia la salida.
Tocaron quedo. Cuando entreabrió la puerta, era su hija, con un jugo de naranja. Apenas si tuvo tiempo de ocultarme.
—Tu papá duerme. No lo despiertes —le susurró.
—¿Puedo despedirme de él?
—No, llegó en la madrugada. Está rendido.
—¿Y ese equipaje?
—Es mío. Lo voy a desechar.
—Mejor regálamelo.
—Vete ya. Se te va a hacer tarde.
Escuché los pasos bajando. Ofelia respiró hondo.
—Qué bueno que no te vio mi hija.
Me hizo ir tras ella hacia el sótano. Justo cuando salíamos al patio, nos topamos con una vecina.
—Buenos días, señora Ofelia. ¿Ya tan temprano?
No pudo ocultarme. Respondió rápido:
—Aquí con el señor, que vino a revisar el sótano para darme un presupuesto.
Volvimos sobre nuestros pasos.
—Perdona —dije.
—¡Si con disculparte se arreglara todo! Mira en qué problemas me has metido. Esa mujer es la chismosa mayor.
Lloró en silencio. La abracé.
—Perdóname.
Se soltó. Me quitó el brazo como si fuera un trapo sucio. Respiró hondo. Me entregó la maleta.
—¡Ahora sí, lárgate! Esa vieja ya se habrá ido.
Tomé el maletín. Moví la cabeza. Hablé con fuerza:
—Disculpa mis pendejadas. Espero que esto no te traiga consecuencias.
Casi al salir, me abrazó por la cintura. Su mano se abrió en mi vientre. Con voz melosa cantó detrás de mi nuca:
—¿Te vas sin darme un besito? |