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Durante la infancia, solo veía al mercader con su muleta—una extensión de su cuerpo que lo ayudaba a caminar—mientras vendía juguetes de dulce. Los niños del caserío lo esperaban con ansias, porque Paco, el español gallego, traía consigo más que dulces: llegaba con su sonrisa de verano y sus ojos llenos de amistad. Para los niños, él era un personaje mágico, hasta que algo gris ensombreció el caserío para siempre.
Una tarde, hombres grandes, disfrazados de militares, lo apresaron con violencia. Dispararon al aire y escupieron sus verdades: enemigo del pueblo, dijeron. Sus juguetes de dulce quedaron esparcidos en el suelo, intactos, como si el miedo los hubiera convertido en cenizas. Yo cogí uno, lo guardé en un pomito de mi madre, de esos donde se guardan bolitas de cristal.
Movido por la curiosidad, seguí a los hombres. Los vi arrastrar a Paco hasta la acequia, la misma donde los niños compartían secretos y mentiras. Allí lo desnudaron, y en ese instante descubrí que no era cojo. Su pierna izquierda escondía armas. Parecían juguetes, pero los hombres rieron con crueldad, y el miedo me hizo verlos como hienas.
Lo ataron, lo humillaron, le arrancaron el cabello como quien despoja a otro de su dignidad. Paco gritó como los cerdos antes de ser sacrificados. La sangre brotó en rojo vivo, y cuando le cortaron la cabeza, todo se volvió oscuro.
Desperté rodeado por ellos. Me miraban con curiosidad. Pensé que me harían lo mismo, pero solo me cargaron en brazos. Dijeron que era un niño curioso. Me ordenaron que volviera a casa y que nunca hablara de lo sucedido. Corrí. Corrí como los conejos del campo, sintiendo sus miradas perforar mi espalda. Sus risas me persiguieron durante años.
Mis padres recibieron la noticia de que debía irme a la ciudad a estudiar. Respiraron aliviados, como si soltarme fuera un descanso. Éramos siete hermanos, y yo siempre fui el más raro, el más débil.
En la ciudad estudié con hambre de conocimiento, con una voracidad que solo podía compararse con la alegría de recibir los juguetes de Paco. Guardé mi pomito con el dulce, un recuerdo de que la bondad existía. Me convertí en el mejor estudiante, y con el tiempo, obtuve una beca. Quise ser fuerte, como Paco, pero más astuto. Decidí ser fiscal.
Estudié sin descanso. Me llené de ideas. Marx, Engels, Lenin. Comprendí las estructuras del poder, y la injusticia me poseyó. Me volví orador, revolucionario. Grité en las manifestaciones: ¡Abajo el poder! ¡Que viva el pueblo! Pero la rabia me cegó.
Fui encarcelado. Torturado. Me hicieron tragar basura, me golpearon hasta arrancarme el alma. En lo más profundo de mi encierro, escuché una voz—un murmullo que venía de aquella acequia de mi infancia. El dolor es un signo de vida, susurró.
Treinta años pasaron antes de ser liberado. Vagaba por las calles como un espectro.
La gente me reconoció y lloró. ¡Está vivo! dijeron. Me arrastré entre ellos sin entender qué significaba existir.
Un día me desperté en una cama lujosa. Dos hombres elegantes me ofrecieron ser su líder. Acepté por inercia. Sin saber cómo, ni cuándo, me convertí en presidente. Me impulsaron las mismas voces que antes combatía. Al principio, repetía discursos ajenos, hasta que la gente comenzó a llamarme dictador.
Visité la acequia. Busqué mi pasado. Encontré mi pomito. Y al sostenerlo, los recuerdos regresaron como pequeños duendes.
"Mientras sostenía el pomo en mis manos, los recuerdos de mi niñez volvieron como pequeños duendes traviesos, arrancándome sonrisas. La alegría me susurraba que reír es hermoso, porque abre las puertas del corazón. Todo es pasajero. La vida es más que mil caimanes destrozando tu ser. Hay algo más—y ese algo es lo que necesitas sentir. El dolor me habló. Me dijo que es un signo de vida. Siéntelo, porque las heridas, como el odio, también pasarán."
Mi mandato terminó. Volví al pueblo. Tomé a una mujer como pareja, pero no quise hijos, solo un perro. Respondí entrevistas con verdades prestadas y luego regresé al silencio. Miraba la acequia por horas. Y entendí que, al final, Paco tenía razón: hay que mirar el cielo y la tierra con una sonrisa, porque donde estemos y adonde vayamos, solo habrá paz.


"Y a pesar de todos los pesares, estuve añares preso, me pasó de todo, después fui presidente", agregó. "Entonces tengo que gritarle gracias a la vida".
"

Texto agregado el 15-05-2025, y leído por 47 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-05-2025 Es cierto, la vida es un suspiro pasajero y hay que vivirla de la mejor manera posible porque nunca sabremos si al día siguiente despertaremos. Tu personaje experimentó todos los sentimientos, malos y buenos y al final optó por dejar todo y tratar de ser feliz. Saludos. ome
 
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