Cada tarde llegaba a la playa y quedaba de pie mirando el horizonte, miraba enamorado esa línea recta que separaba el mar del cielo, a veces cuando amenazaba tormenta los colores se fundían entre el rosa y el gris y no sabía dónde terminaba uno y el otro comenzaba. Esperaba detenido en un mismo punto, no sabía qué, pero permanecía quieto dejando que el viento jugara con su pelo y su camisa, mientras las olas iban cavando en la arena y hundiendo en ella sus pies.
Algo llegaría desde las entrañas del océano para él, sólo para él, se lo habían dicho los caracoles que su abuela le enseñó a leer con un secreto movimiento entre sus dedos, los hacía bailar como un trompo y ellos formaban mensajes que siempre se cumplían, esta vez solo dijeron que debía quedarse allí, por eso esperaba, día tras día; esperaba.
Una tarde que el mar embravecido no se conformó con verlo flamear cual bandera, comprendió el peligro, ya no eran sus pies tragados por la arena, fueron sus piernas, quedó inmóvil, no pudo gritar, movió sus brazos intentando salir del abrazo de la playa, hasta que un remolino de mar, elevó las olas y lo cercó, lo envolvió y desde la espuma brotó una cabellera oscura un torso desnudo y una cola de sirena elevándose sobre las aguas y asiendo sus manos con una fuerza insospechada en un ser tan delicado, lo arrastró mar adentro.
En las noches de luna llena, los pescadores juran haberlo visto nadar junto a una sirena y jugar con ella en el océano, otros dicen que son una pareja de delfines, nadie sabe la verdad, solo la luna, pero ella no habla.
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