Nota del autor
A veces la infancia no termina. Se queda allí, al fondo, como una melodía que uno no logra olvidar. Este relato no busca respuestas, solo encender una luz en medio de la neblina. No es una historia, es un llamado.
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El que recuerda la música
El niño salió por primera vez solo a la calle. Tenía puestos unos zapatos negros que le quedaban grandes y un abrigo heredado que le picaba el cuello. Afuera, el mundo lo recibió con caras serias, gestos rápidos, gente que no se detenía. Caminó una cuadra y ya sentía que no encajaba. Bajó la mirada: vio sus piernas delgadas, el tono de su piel, los dedos como torcidos. Se sintió feo. Y pensó, con esa firmeza que a veces tienen los niños: “Esta no puede ser mi realidad”.
Se dio la vuelta. Agarró su bicicleta y pedaleó fuerte. No quería escapar. Quería volver a un lugar donde todavía había dicha. Al llegar a la esquina, no paró. Un auto venía de frente. En ese instante que no es tiempo, entre el miedo y la decisión, todo se detuvo.
Y entonces apareció otra cosa. Como una atmósfera hecha de sonidos y luces. Imágenes que cantaban, voces distintas que le decían: “Somos tú, pero en otro tiempo”. No era una visión. Era una verdad que había olvidado.
Había sido muchos antes de ser este. Y lo seguía siendo. Entendió que su cuerpo era como un animal, que había que cuidar y conocer. Su mente, un aparato que no paraba de buscar sentido a todo. Y el corazón… el corazón era un desierto y un oasis. Ahí estaba el silencio. Ahí estaba la música.
Ese niño —que siempre fue él— vivió. Se equivocó, se cayó, lloró, dudó. Aprendió a manejar su cuerpo como se aprende a manejar un auto viejo, o una computadora. Descubrió que su camino no iba a ser perfecto, pero sí necesario: tenía que encender luces en medio de tanta oscuridad.
A veces falló. A veces se apagaban antes de empezar. Pero un día, conoció a alguien. No un maestro. No un santo. Alguien que sabía. Alguien que no hablaba mucho, pero que iluminaba. Y gracias a ese encuentro, supo que su mejor vela era la escritura.
Escribió. Desde el dolor, desde el amor, desde el asombro. Y cuando llegó su hora, no tuvo miedo. Respiró hondo y supo —como se saben las cosas más profundas— que había recordado la música.
Y con eso bastaba. |