FLALILAVAR
A mi me gusta la gasolina cantaba con cada “esnifiá”. Conducía el Yaris recien rescatado del último “carjaking” en la Baldorioty. Se lo había despojado a la enfermera que se dirigía al CDT de Llorens en el turno 3-11 con el cañon aniquela’o que le habían prestado en el punto. La enfermera, la rubita recien graduada, la que le atendía a los nenes cuando se enfermaban en la madruga’. Pero que le iba a hacer, si después de quemar la piedra no tenía control, la mente se le iba y tenía que buscar más. La interceptó en la marginal de la Baldirioty con la Degetau dejándola hecha un manojo de nervios. Dobló por la Degetau buscando la Eduardo Conde para bajar por la Sagrado Corazón.
Jacinto trabaja en la tienda de helados de los 31 sabores. A pesar que le molestaba usar el funderele en los envases congelados de mantecado y la gulusmería de la gente, este era su único ingreso para el pago de los estudios universitarios. La beca no alcanzaba ni para cubrir el costo de los créditos. Sus padres, a los que no les quedó de otra que vivir del mantengo, no tenían los recursos para pagar los estudios de su hijo menor, el único que había demostrado aptitudes para estudios superiores. Sin embargo, cuando Jacinto se graduó de la escuela en Monacillos, le regalaron un Toyota Corolla en “segundas nupcias” como le decía su padre. Con el “Guasa”, como lo apodó en alusión a “su ídolo”, “el campeón”, “el tótem” de los reguetoneros: el Tego, viajaba del Residencial Alejandrino hacia el “Baskin” y de ahí a Sagrado.
Ese jueves, el calor de primavera anunciaba un verano caliente. Mientras esperaba que dieran las tres de la tarde para irse a sus clases, miraba a través de los escaparates de la tienda la pequeña llovizna que levantaba el sudoroso vaporizo del solar baldío que se utilizaba de aparcamiento para el “shoppin”. Recibía una bocanada de petricor en cada apertura de la puerta principal de la tienda. A pesar de las frías temperaturas en que se conservaban, el abre y cierra de las puertas tornaban los helados en una derritiente amalgama. El tiempo transcurría, y cercano a la hora de salida su jefe le anunció que tenía que quedarse hasta que su sustituto llegara. Jacinto permaneció callado una larga hora hasta que entró el suplente. Recogió sus bártulos, se arrancó de cuajo la ridícula gorrita de su vestimenta, ponchó la salida y caminó hacia el “Guasa” que lo esperaba como fogón de Piñones. Abrió las ventanas, y tomó caminó hacia Sagrado en medio de la hora del tapón. Le restaban cuarenta y cinco minutos para llegar a su clase. Calculó que si tomaba el expreso Las Américas hacia la ’26, podía llegar a tiempo. Encendió la radio y se escuchó al Tego con el El Bueno Malo y el Feo, subió el volumen y acomodó el espaldar del asiento hasta tocar con su cabeza el antimacasar. Emprendió el viaje volando bajito.
Bajó en la calle Rosales y dobló a la derecha en la Fernández Juncos hasta llegar a la Avenida Borinquen; y antes de entrar al Barrio Obrero dobló a la izquierda en la Ponce de León. Allí en la ’26, el olor a pollo de Scharneco le nubló la vista, redujo la velocidad momentaneamente para sentir aquel aroma de pollo asado meticulosamente adobado con hojas de laurel sobre pellejos dorados y en la radio el Abayarde con “los pollitos dicen pio, pio y yo me lío”. Aquel aroma era Sagrado - se le enredaba en su tripas danzarinas con son reguetonero de hambruna de haberse pasado el desayuno y el almuerzo - que presagiaba la llegada a la universidad.
El semáforo de Ponce de León con Sagrado Corazón, el olor a pollo asado, el sudor bajaba de la frente interrumpiendo la vista y el Guasa a todo dar. Sabía que el semáforo iba a cambiar de la verde luz a la ‘colora’; flalilaveo surcando la intersección en amarilla, mientras por la Sagrado bajaba a las millas de Chaflán, escuchando “al Jefe” con la gasolina y empírica’o, el Esmayao’, que se comió la roja sin importar.
Mientras, una monjita arrepentida que se encontraba en la esquina esperando ser recogida por su amante, al ver el impacto entre los vehículos cerró los tragos de sus orejas para no escuchar. Mientras lanzaba una frase monocal en protección de ambos conductores.
Jacinto bajó del auto susubano. Ni el olor a Sagrado lo reconfortó. Al salir del auto sintió cortada su frente, se pasó las manos por la cara las que miró atentamente percatándose que la lúnula de su uñas estaban todas cubiertas de sangre y en el baúl de Guasa el ‘Esmayao’.
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