El árbol y la mirada hacia arriba
Hay una forma de mirar que no se apura,
que no exige entenderlo todo.
Es la mirada del árbol
que crece sin testigos,
dejando que la vida lo atraviese.
No hace ruido.
No da discursos.
Ofrece frutos que nadie le pide,
y semillas que guardan otros mundos.
Su aroma viaja sin mapa,
y su sombra acoge sin preguntar.
Ama al Sol con un amor antiguo,
y danza con la brisa como si la esperara.
Sus raíces se abrazan bajo la tierra,
buscando una oscuridad que brilla,
donde el silencio es fértil
y la memoria respira.
Sostiene a las aves en la tormenta
como un padre sereno,
y deja que la lluvia le hable
sin interrumpirla.
Toda una creación se mueve en él,
sin vanidad, sin espera.
Pero un día lo encuentra un hombre.
Se dice su dueño.
Lo marca, lo hiere, lo destripa.
Arranca trozos de su cuerpo
para construir, para olvidar.
Pero no toca su esencia.
No puede.
Porque el árbol, aún herido,
sigue mirando hacia arriba.
Así son los sabios.
No acaparan,
fecundan.
Se donan al viento, al paso, al tiempo.
Vivir, al final, no es conquistar el día,
sino dejar que el día nos habite
como el árbol deja que la estación lo transforme:
sin resistencia,
con gratitud. |