EL SOLDADITO LOCO
Los soldaditos llegaron una semana antes de Navidad. Era el premio que Javier recibió de su padre por haber terminado su primaria con excelentes notas.
Impaciente, el muchacho abrió la caja ayudado por su padre y puso a los seis soldaditos en el piso de parqué de la sala. Accionó el control remoto y ellos marcharon juntos, con sus pasos sincronizados y sus armas en guardia, girando sus cabezas de un lado para el otro, como buscando al enemigo por los alrededores. Pronto, la casa se estremeció con las ráfagas de las metralletas. El pelotón ingresó a la cocina, pero uno de ellos los abandonó para pasear entre los muebles de la sala, sin haber hecho un solo disparo. El padre de Javier, creyendo que el soldadito tenía algún problema, lo sacudió para ver si lo arreglaba, pero aquel continuó dando vueltas por la sala, aún sin disparar. Lo dejó en la mesa y pensó que debía llevarlo a la fábrica a cambiarlo por otro al día siguiente.
-Quizás no le gusta matar a nadie- dijo Javier, provocando una fugaz carcajada de su padre, que se retiró a su cuarto a leer un libro.
Para sorpresa de Javier, el soldadito se bajó de la mesa y se paró frente al televisor a ver dibujos animados. Luego bailó al son de la música del anuncio de un chocolate, antes de subirse al alféizar de una ventana para observar detenidamente a la luna llena. El muchacho pasó toda la noche gozando de las ocurrencias de su nuevo amigo. Ya no le interesó el resto de los soldaditos que seguían disparando sin cesar por todos los rincones de la casa.
-Eres el soldadito más raro que he visto- dijo Javier, cuando lo vio detenerse frente a un espejo para mirarse.
El soldadito se enojó de verse sosteniendo la metralleta en posición de ataque. Se la quitó y la arrojó debajo de una silla. Después fue al jardín interior de la casa a contemplar las rosas, las margaritas y los claveles, y se tumbó en la grama.
Javier, tras convencerse de que el soldadito era amante de la paz, notó de que era el único que tenía los ojos rojizos.
-Habrás venido de un largo viaje. Debes de estar cansado, duérmete un rato- le sugirió Javier y se sentó al lado de él. El soldadito, echado boca arriba, cerró sus ojos unos instantes. Se imaginó volando sobre una blanca paloma hacia la misma luna. Luego se levantó para dirigirse a un caño empotrado en una de las paredes del jardín.
-¿Tienes sed, verdad?- preguntó Javier y abrió el conducto para darle de beber. Pero el soldadito no solo tenía sed, sino también mucho calor. Se puso bajo la boca del caño y se dió un duchazo ante la risa incontenible del muchacho.
-¡Realmente eres un soldadito loco!- comentó Javier, alborozado, mientras el soldadito seguía refrescándose con el agua fría.
Más tarde, Javier tuvo que secarle con una toalla al verle temblar. Al pobre soldadito se le pasó la mano con el remojón.
De regreso a la sala, el soldadito se encontró con el pelotón. Ellos dejaron de disparar y le miraron con rabia por desertar. Le mostraron los cañones de sus metralletas, listas para hacerlo trizas. El soldadito no se intimidó y les clavó una mirada desafiante, orgulloso de ser pacífico y no un carnicero como ellos. Javier apagó el control remoto para evitar que los soldaditos lastimaran a su amigo.
Como ya era tarde, el padre de Javier le ordenó que se vaya a la cama. El chico, entonces, antes de ir a su cuarto, echó delicadamente al soldadito en el sofá más suave.
A la mañana siguiente, el padre de Javier llevó al soldadito a la fábrica, sin saber que el muchacho le había cogido cariño. Allí, luego que los técnicos comprobaron que el soldadito no había nacido para la guerra, ni para matar una mosca, lo echaron al tacho de basura y le dieron al padre de Javier un soldadito nuevo que sí disparaba muy bien. Y para compensar el vergonzoso error de fábrica, le ofrecieron regalarle un juego llamado "Los Cazadores de Leones" que podía recogerlo al dia siguiente.
Cuando Javier vio a su padre regresar y supo lo que él había hecho, rompió a llorar amargamente. Le pidió que traiga al soldadito a casa. No quería a ese soldadito nuevo que trajo. Su desconcertado padre, le decía que era imposible traerlo porque lo echaron al basural, y le preguntó, para qué quería a un soldadito malogrado. Y el niño, inconsolable en su llanto, respondía que era el mejor soldadito de todos los que tuvo. El padre, sorprendido del afecto que tenía su hijo hacia aquel soldadito, trató de calmarlo acariciándole sus cabellos, esperanzado de que "Los Cazadores de Leones" se encargarían de aplacar sus penas.
Mientras tanto, el soldadito, que a medianoche dormía al fondo del tacho de basura, despertó al oir el rugido de un león. Abrió cautelosamente la tapa del tacho de basura y asomó la cabeza. Vio que un técnico de la fábrica probaba, con su control remoto, el juego que le prometieron al padre de Javier. El soldadito, entonces, no se perdió un solo detalle del ensayo: supo de los movimientos coordinados de los cazadores al acercarse a los leones, vio cómo agarraban las redes y a qué altura las alzaban y constató a qué distancia de los leones podían lanzar las redes para atraparlos.
Finalmente, el técnico dejó listo a "Los Cazadores de Leones” para ser entregados al padre de Javier horas más tarde.
Unos días después, Javier, aún afligido por su amigo que lo daba por perdido, se consolaba viendo lo bien que los tres cazadores atrapaban a los tres leones gruñones. Mientras, su padre se divertía viendo a su aterrado gato, huyendo de los soldaditos que le perseguían.
Viendo pasar la tarde,, Javier y su padre se echaron una siesta sobre el piso de parqué.
Al cabo de media hora, unos disparos despertaron a Javier. Vio que la puerta principal estaba sospechosamente abierta y cuando salió a la calle, no podía creer lo que veían sus ojos: un muñeco cazador, arrastraba con su red al último soldadito que faltaba, metiéndolo en una pequeña caja de madera (orillada en una acequia) en la estaban prisioneros los demás soldaditos.
-¿Quién eres? ¿Qué es lo que haces?- preguntó Javier en voz alta al muñeco cazador.
Cuando este volteó, Javier lo reconoció por sus ojos rojizos.
-¡Tú, mi amigo soldadito!- gritó emocionado el niño.
El soldadito, mostrándole una sonrisa enorme, empujó la caja llena de los soldaditos a las aguas de la acequia, para que se los llevaran lejos. Se sentía feliz con su misión cumplida.
En ese momento, qué no daría el soldadito por saber hablar y contarle a Javier que había memorizado con minucioso detalle las prácticas de los cazadores, y que así aprendió a atrapar a los soldaditos con una red para echarlos fuera de casa. Y también le contaría cómo se introdujo en la caja de “Los Cazadores de Leones” para sacar a uno de los cazadores y usurparle puesto, antes que el padre de Javier los recogiera.
El soldadito quiso correr a abrazar a Javier, pero el barro de la orilla le hizo resbalar y caer en la acequia. Javier, desesperado, gritando llamó a su padre para que salvara a su amigo. Cuando el hombre llegó al escenario, era demasiado tarde. La fuerte corriente se llevaba al soldadito.
A lo lejos, entre las tinieblas de la noche, él agitaba sus manitos, despidiéndose de Javier que sentía una profunda herida en el corazón.
Al día siguiente, su padre lo llevó a una juguetería para que disipara sus penas. Podía coger el juguete que quisiera y eligió un atractivo juego de carros de carrera con sus anchas autopistas. Pero antes de salir del local, fue a la "Sección Bélica" bien surtida de tanques, aviones, misiles, submarinos y buques de guerra.
Entonces, sin que nadie lo viera, desarmó disimuladamente a cuandtos soldaditos pudo, sabiendo que su inolvidable amigo, el Soldadito Loco, se pondría feliz dondequiera que esté.
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