El cuaderno sin margen.
Cuando estaba en el liceo era mi madre la que se encargaba de ir a las reuniones de padres y apoderados. Después de cada reunión, le decía a mi padre que por mi culpa iba solo a pasar vergüenza. La profesora jefe le comunicaba delante de toda la asamblea que mi conducta era pésima y que, además, era un flojo que no era capaz de mantener un cuaderno en limpio. “Son puros mamarrachos”, decía.
Mi madre se los mostraba a mi padre y este me castigaba como sabía: a tablazos en las piernas. Como mi madre lo amenazó con dejar de ir a las reuniones si todo seguía igual, mi padre, fiel a su costumbre de esquivar los protocolos domésticos, optó por corregirme —según él— con disciplina. Como lo habían hecho con él.
Para la conducta, mantuvo los golpes cotidianos. Para el orden en los cuadernos, me impuso una rutina: debía copiar una página diaria para mejorar la letra. Los golpes ya me eran familiares; lo que me asustaba era escribir así, a granel, como autómata.
Mi madre me compró un cuaderno. Lo perdí de inmediato.
Ese fin de semana mi padre me vio desorbitado, afiebrado, sin saber qué hacer. Me ordenó entonces que copiara desde alguna de las revistas de cocina o moda que mi madre coleccionaba.
Ese primer lunes fue una sorpresa.
Al llegar al Liceo encontré un cuaderno nuevo, forrado, sobre mi pupitre. Pensé que alguien lo había olvidado, pero cuando lo abrí, vi mi nombre escrito con mi propia letra. Una letra pésima, pero mía.
En la primera página había un relato corto, como un diario. Hablaba de cómo mi padre me obligó a escribir para corregir mi caligrafía. De cómo me había castigado, a golpes. Y de que no había podido dormir, pensando cómo salir de ese embrollo, cayendo en sueños a un vacío sin fin.
La letra era, sin duda, la mía. A veces bajaba a la línea de abajo y luego se alineaba de nuevo. No respetaba los párrafos. A mitad de una frase, pasaba a la siguiente línea. No existían márgenes. De seguro, estaba plagado de faltas de ortografía.
Escondí el cuaderno en el fondo del bolsón.
Al día siguiente lo saqué y me encontré con otra hoja escrita. La misma fea letra, pero hablaba ahora de la vergüenza que sentía si mis compañeros me veían caminando con mi padre. Lo veía empujándome, dándome un palmetazo para que caminara derecho, y otro para que no me quedara atrás. Iba mi madre a su lado. A mi hermana, tres años menor, la llevaban de la mano.
Sentí un nudo en el estómago. Lo único que pensaba era: “Si mi padre ve esto…” Así que rompí el cuaderno en mil pedazos.
Al día siguiente, ahí estaba otra vez. En el fondo del bolso, intacto. Y una nueva hoja escrita. La misma fea letra pero con más detalles. No eran cosas lindas, eran cosas que dolían. Como si el cuaderno quisiera sacar cada herida, cada complejo, cada pensamiento escondido.
Llegó el sábado. Mi padre, en vez de alegrarse al verme, como solía hacer, me pidió que le mostrara el cuaderno con las hojas escritas. No me quedó otra opción que dárselo. Ya no sabía qué era peor.
Se sentó frente a la estufa a leña y comenzó a leerlo. Primero se rió irónicamente al ver que la estética de la escritura seguía siendo espantosa. Pero de pronto cambió el semblante. Empezó a reclamar: ¿cómo se me había ocurrido escribir semejantes mentiras? Quise explicarle que no había sido yo, pero una fuerza extraña me detuvo.
Él seguía con sus arrebatos: “¿Qué pasaría si lo leyera mi familia?”, refiriéndose a mi abuela, sus hermanas… Y cuando explotó del todo fue al imaginar que sus compañeros de trabajo, incluso sus jefes, lo leyeran:
—¡Van a pensar que soy un monstruo!
Arrancó hoja por hoja y las fue quemando en la estufa. Al final, arrojó el cuaderno entero. Y no vaciló en golpearme. Mi madre, que estaba presente, solo atinó a decir:
—Quizás… ¿quién se la habrá dictado?
El lunes siguiente, el cuaderno volvió a aparecer en mi bolso. Pero esta vez no tenía ninguna de las hojas antiguas. Solo una. Una sola frase escrita al centro de la página:
“Ya cumplí con lo mío. Ahora te toca a ti.”
Con el tiempo, terminé teniendo dos cuadernos: uno para mostrarle a mi padre, donde copiaba los párrafos desde las revistas; y otro con mis escritos, donde alternaban una hoja escrita por mí, y otra que aparecía sola, sin que yo recordara haberla escrito. Seguramente era obra de mi subconsciente.
O de algo más. |