El vacío de las monedas
I. El sol que quemaba las máscaras
La tarde caía con un sol inclemente, clavando sus dagas de luz en mis pupilas. No era belleza lo que ardía, sino la crudeza de un mundo que exigía ser visto sin filtros. Me refugié en la penumbra de mi casa, pero incluso allí, el brillo de lo trivial —relojes, espejos, recuerdos— me hería. Decidí salir. Sobre la mesa del comedor, dejé unas monedas. No como ofrenda, sino como experimento: ¿Qué vale más, el metal o la mirada que lo codicia?
Un niño se detuvo. Sus ojos, redondos como las monedas, brillaron con ese fulgor inocente que precede al deseo. Luego vino una mujer, arrastrándolo con una mano mientras la otra se cerraba en un puño inútil. Un pájaro picoteó el cobre, indiferente. Hormigas trazaron caminos sobre plata, como si el dinero fuera solo otra geografía. Me alejé, riendo de mí mismo.
II. La luna y el espejismo de las miradas
La noche me recibió con su moneda de plata colgada en el cielo. Caminé hasta un bar, donde pedí una cerveza fría. Dos mujeres jóvenes me miraron. No con deseo, sino con esa curiosidad absurda que despiertan los viejos que aún respiran. Volteé: tras mí, un hombre más anciano, con el rostro surcado por décadas de derrotas, bebía solo. Pagué y salí.
Las calles estaban vacías, pero el miedo —ese ladrón silencioso— me seguía. En una esquina mal iluminada, dos sombras emergieron. Uno me inmovilizó; el otro hurgó en mis bolsillos con manos temblorosas. No resistí. Reí, y mi risa los paralizó. Se fueron corriendo, llevándose relojes, billetes, hasta un viejo mechero que ya no encendía nada.
III. El suelo como alta
Quedé tendido en el pavimento, la espalda pegada a la tierra fría. La luna, testigo indiferente, brillaba igual que las monedas que dejé sobre la mesa. Cerré los ojos y, en la oscuridad, algo cambió: una nube algodonosa emergió de mi pecho, expandiéndose hasta envolverme. No era niebla, ni sueño. Era la esencia, esa que habita detrás del miedo, de los nombres, de los huesos.
—¿Es esto morir? —pregunté.
—Es recordar —respondió la nube, con voz de madre, de pájaro, de río.
IV. El amanecer en un vaso de cerveza
Desperté en el presente. No como un hombre, sino como un soplo que atraviesa el tiempo. Regresé al bar. Las dos chicas seguían allí, riéndose de un chiste que solo ellas entendían. El anciano de la barra había desaparecido. Pedí otra cerveza.
En el fondo del vaso, vi reflejarse la luna. Ya no era una moneda, sino un ojo abierto. ¿Qué buscabas?, me pregunté. ¿Qué querías probar dejando brillar cobre bajo el sol?
La respuesta llegó con el primer trago:
Las monedas no eran el experimento. Yo lo era.
V. Epílogo: La moneda vacía
Ahora, cuando camino bajo la luna, llevo un bolsillo lleno de hoyos y otro de algodón celestial. Los ladrones nunca regresaron, pero a veces los veo en el mercado, gastando mis billetes en pan que no alimenta.
Ellos siguen creyendo que el brillo está en el metal.
Yo sé que está en la grieta donde la luz se cuela,
en el instante en que la oscuridad se vuelve espejo,
en la risa que sueltas cuando ya no hay nada que perder. |