Son la siete de la mañana. El sonido de la lanfor de la tienda se cuela por la ventana de esta habitación. El crujir de la puerta es lento, muy lento; en la mente se configura la imagen de la persona que está, desde dentro, haciendo un sobre esfuerzo para levantarla. Tendrá acaso unos ochenta y más años, es un abogado jubilado. Lo conocí cuando tendría unos cincuenta, casi como yo ahora. De hecho, entre las dos imágenes de él hay un cambio bastante significativo.
Algunas veces, escucho la puerta lenta en su abrir, y bajo, salgo hasta la tienda y desde afuera le anuncio que le voy a dar una mano; desde adentro no hay respuesta, pero flota en el aire que él está de acuerdo.
Sospecho que, como muchos de nosotros, mi vecino adulto mayor lucha contra el tiempo que nos va devorando sin tregua; y creo que no le gusta mucho que le ayude, como que quiere demostrarse a sí mismo y al mundo que todavía puede con las cosas de esta existencia, a pesar de que nuestros cuerpos, con el paso de los años, digan lo contrario. Es como si fuese el cuerpo el que envejece, y dentro todavía hay un niño, un joven, un hombre para el que el tiempo no existe.
Se oye el levantar lento y esforzado de la puerta. Estaba saliendo para ayudarle, pero pienso que hoy él prefiere hacerlo solo. Me quedo con esa idea.
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