Mi hermana me envió un mensaje de la Biblia. Ella es creyente; yo también, pero soy una persona de pensamiento libre. Mi familia es creyente, y siempre intentan que yo sea uno de ellos. Respeto la fe de cada cual, pero no siempre comulgo con sus verdades.
Me compartió un párrafo de Proverbios donde se exalta el temor a Dios. Me puse a pensar en el miedo: ¿de qué sirve? Quizás nos roba libertades que, bien lo sabemos, no sabemos usar para lo que importa en esta breve visita al mundo.
Por naturaleza tememos lo que nos daña: fenómenos como terremotos, maremotos, huracanes… Al fin, tememos a la muerte. ¿Y a Dios? Si Dios es amor, ¿por qué habría de ser juez que pesa en balanzas lo bueno y lo malo? ¿Para decidir si vamos a su lado? ¿Adónde?
Imagino que volveríamos al mundo, a ver si entendemos de una vez que frente al temor existe el valor, y que, sin él, la vida sería un lugar sin dolor, miseria o vejez… Algo infantil. Somos lo que elegimos: valor, paciencia, bondad, amor. Palabras que, bajo la pluma, son fruto del autoconocimiento.
Somos doctores de nuestro cuerpo. Si hallamos la raíz del dolor, acallamos la enfermedad y vivimos en sanidad.
¿Cómo sería un mundo sin temor? Quizás terrible. Podríamos suicidarnos sin miedo al ver el sinsentido de la existencia. Tal vez por eso inventaron el Libro Santo: guiar a quienes no ven claridad y optan por lo que cuenta para existir.
Mi hermano contó que Moisés, frente a Dios, escuchó: «No me mires, podrías morir, desintegrarte». Qué forma de coaccionar ovejas. El miedo no es sano; vivimos sin libertad. Al conocer nuestras necesidades, surge la bondad hacia uno mismo, y el tiempo se revela como pulidor de la existencia: convierte el carbón en diamante.
He dejado de ver televisión. Solo muestran un barco —el mundo— manejado por ideales, sueños, miedos y personas elegantes que juegan a ser mesías. Mientras, existe un mundo interior donde no se necesitan cohetes ni naves que rompan la gravedad. Allí, el universo es silencio y oscuridad: telón de la creación para apreciar el contraste cuando brillan planetas, galaxias, agujeros negros…
Ese mundo interior se alcanza cerrando los ojos. Manos delicadas te llevan, como a un bebé, al teatro del universo: nubes grises danzantes, oleajes de claroscuro que navegan cual peces en pecera infinita… Y percibes que todo sentimiento humano está allí: la primera canción, el primer sueño, el primer contacto del creado con su creador —gota cayendo al mar—.
Sí: respirar es la cola del universo.
Para quienes aman sin temor…
Vivir la gloria del amor,
la paz: un océano sin final.
La humanidad,
las estrellas de un paraíso
que no se esconde,
sino que late
en cada átomo
de este silencio compartido.
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