LAS MANOS
Era cierto el dato que me dieron, porque después de cavar como un metro de profundidad, lo primero que reconocí fue la camiseta negra de su partido político, que cubría el esqueleto de su tórax, para luego espantarme más, al darme cuenta que desaparecieron su cabeza, sus piernas, su pelvis y sus brazos… ¡malditos! fueron salvajes para descuartizarlo. Estuve a punto de renunciar a seguir escarbando con mis manos, cuando entonces, sentí agarrar un hueso enterrado y al alzarlo, vi que era su esquelética mano izquierda colgando de mi mano derecha y eso era todo. No había más restos de mi pobre hijo…No pude evitar se me soltaran las lágrimas… ¡Cómo puede alguien llegar a esos horrorosos extremos!. Por respeto a su memoria, no fustigué su militancia política que lo llevó a la muerte tan joven (21 años), aunque debo reconocer que tenía un corazón de oro: su loable preocupación por los desposeídos. No pude convencerlo que sus sueños de una patria sin pobres era una hermosa quimera, pero quimera al fin, una ilusión que nunca se concretará.
Presuroso, eché a un saco los huesos del tórax y de la mano. Había que darse prisa o algún soplón podría avisar que descubrí la fosa. Luego fui a comprar un ataúd de niño (no era necesario de adulto) metí los restos, lo cargué sobre mis hombros y me embarqué al cementerio clandestino donde su partido da sepultura a sus héroes. Antes de cerrar la caja, besé los huesos de su mano con mi profundo amor de padre y le estreché mi mano para despedirme de él. Por coincidencia, a esa misma mano la cogí para enseñarle a dar sus primeros pasos en la vida, llevarlo al colegio por primera vez, guiarlo a escribir sus primeras palabras porque era zurdo, ir a comprar sus juguetes, llevarlo al parque y se columpiara feliz hasta el atardecer.
Quise desprenderme de su mano para ya cerrar el ataúd, pero de repente, ella me tomó firme. Pensé que yo alucinaba por el gran dolor que atravesaba e intenté zafarme de ella nuevamente, pero la mano no quería soltar la mía, la apretó con más fuerza. Se aferró tanto, que comprendí que ya nunca me iba a soltar.
Ha pasado medio siglo y ya cumplí 89 años. Mi solícita hija todos los días trae mis comidas y mi querido hijo y yo, aún con nuestras manos entrelazadas.
Aquí estaré hasta el fin, no me soltaré de su mano, de sus cinco tiernos huesitos, porque si lo hago, sé que él otra vez se moriría.
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