Siendo un hombrecito de ya larga edad, Don Pedro carecía de interés hacia todo lo nuevo, sin embargo nunca dejaba de lado esas caminatas diarias, las cuales tenía pensado dar hasta que sus piernas se lo permitiesen.
Desconozco donde vive, pero cada dia, como ritual, camina desde Plaça Catalunya, pasando por la Rambla de la Llibertat (¿Porqué coño hay tantas tiendas de bicicletas? se preguntaba el viejo) y cruzando el río Onyar a través del puente de Sant Agustí.
En su bar de confianza le atendía cada día el mismo mesero, Albert, un chico de unos 20 años que estudiaba la carrera de Literatura en la UDG, el cual estaba pasando por una fase de realismo mágico, el tan preciado estilo literario latinoamericano.
Aún sabiendo qué era lo que Don Pedro le pediría (un cortado, largo de café), iba a la mesita de la esquina, en donde el hombrecito esperaba ser atendido.
-¿Cómo estamos hoy, Don Pedro Páramo?- preguntaba el joven.
A lo que el hombrecito le respondía, siempre ignorando la broma del chico (No sabía quién era Pedro Páramo, no sabía que era un libro, y si lo supiese, no le importaría, tampoco lo leería)
-He amanecido, aquí me ves- Decía el viejo -No estaría aquí sino-
Albert, ya acostumbrado a la brutalidad (o torpeza) de las palabras de Don Pedro, sonreía y comenzaba con la preparación de su cortado, largo de café.
Solía tomarlo lentamente, tardando al menos unos 40 minutos, con la tranquilidad de alguien que tiene toda la vida por delante. Sus ojos, los cuales parecían ir hundiéndose con cada sorbo del café, permanecían pegados a la ventana, por donde miraba a la gente que pasaba, siendo ese su mayor entretención del dia.
Luego de despedirse del joven mesero, volvía lentamente sobre sus pasos. Puente de Sant Agustí, rio Onyar, Rambla de la LLibertat y Plaça Catalunya.
El resto de la caminata de Don Pedro queda sólo en nuestra imaginación.
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