La Puerta a las Palabras
La casa yacía en un mutismo casi sagrado, donde el único sonido era el leve suspiro de su respiración. Caminó por los pasillos vacíos, dejando que la mirada se posara en cada cuadro y fotografía que, como retazos de un pasado vibrante, colgaban en las paredes. En uno de esos marcos, un niño de seis años lo miraba desde el tiempo; en otros, los rostros de sus hermanos, de sus padres, e incluso de los perros que alguna vez le brindaron compañía. Todo era recuerdo, un eco de lo que fue: sus padres habían partido hacía más de una década y sus hermanos se habían perdido en vidas ajenas.
Se detuvo frente a la biblioteca. Los libros, acumulados durante más de veinte años, lo observaban en silencio desde los estantes, muchos aún esperando ser descubiertos. Aquella noche, algo lo inquietaba. Se sentó en su escritorio y, como si pincelara un lienzo en blanco, empezó a volcar en palabras los fragmentos de su día: el hombre del café, los rostros de los empleados, el auto sucio, las deudas que marcaban el peso del tiempo y la falta de fuerzas que traía la edad.
El sueño se impuso y, al cerrar los ojos, sintió un calor ardiente en el pecho, como si su propio ser se transformara en un torrente de luz y sombras. Intentó moverse, despertar… pero su cuerpo se negó a responder. Al fin, al abrir los ojos, sudaba; la pantalla del ordenador se había llenado de palabras, más de cinco páginas que él no recordaba haber escrito. El título, “La amenaza de la noche”, brillaba en la parte superior. Sorprendido, leyó el relato completo, como si hubiera emergido de lo profundo de su subconsciente. Sin pensarlo, lo imprimió y lo envió a una editorial, sin esperar reconocimiento alguno.
Desde aquella noche, la escritura se volvió su ritual. La satisfacción de llenar hojas blancas se transformó en un bálsamo para su alma, aunque nunca obtuviera respuesta. Hasta que, una tarde, alguien llamó a la puerta.
Era una mujer vestida de rojo, como si encarnara el último destello de un crepúsculo vibrante. Su cabello dorado caía en ondas suaves, su piel, pálida como la nieve, contrastaba con el brillo de sus zapatos, que parecían capturar la luz de un sol moribundo. Él le preguntó qué deseaba, pero ella solo esbozó una enigmática sonrisa y, sin pronunciar palabra, cruzó el umbral de la casa.
Sin fuerzas para detenerla, la siguió, observando cómo se deslizaba entre la biblioteca, recorriendo los estantes con una mirada que parecía absorber cada secreto, hasta detenerse frente a un libro. Lo tomó con la delicadeza de quien sostiene un tesoro, lo abrió y, en ese instante, ocurrió lo impensable: su cuerpo se fundió en las páginas, como si se hubiera disuelto en un mar de tinta y recuerdos.
Aterrado, se acercó. La portada reveló el título: La dama de rojo. Un escalofrío recorrió su espalda. Al hojear el libro, murmullos susurraban desde el interior, voces que emergían de entre los pliegues de la literatura. Alzó la vista: ya no había nadie en la sala; las voces parecían brotar de los propios libros, invitándolo a un viaje onírico entre la realidad y la fantasía.
De uno de los tomos emergió un gato, que lo miró fijamente y dijo: —Tengo sed. Sin vacilar, él se levantó, fue a la cocina y sirvió leche en una taza.
—Gracias —murmuró el gato antes de retornar a su historia.
Tomó el libro entre sus manos y leyó su título: Soy un gato, de Natsume Sōseki. Desde aquella noche, los personajes comenzaron a salir de sus relatos con regularidad, como si su biblioteca fuese un portal invisible a otros mundos. Al principio, temió enloquecer; pero con el tiempo, comenzó a conversar con ellos, descubriendo secretos y anhelos que solo las letras podían revelar.
Una madrugada, el protagonista de Un hombre acabado, de Giovanni Papini, le preguntó: —¿Te gustaría conocer a otros personajes de mis obras? Él titubeó, miró su vida, su pasado y su futuro, y pensó: ¿por qué no? Juntos cruzaron al interior del libro. En la entrada los esperaba el propio autor, con la mirada casi ciega y una voz intensa que resonaba en el vacío. Desde esa noche, el escritor desapareció; quizás salió de la casa, quizás se quedó atrapado en algún relato. Tal vez, ahora mismo, pasada la medianoche, está escribiendo este relato, mientras el silencio de los dioses ilumina el universo en cada punto de existencia. |