LAS HORAS DEL ENCARGADO
El tic-tac de los relojes lo acompañaba como una respiración constante, invisible, fiel. Era el eco de su alma solitaria, el ritmo que le recordaba que seguía vivo. Mauro, el encargado del centro comercial, caminaba entre vitrinas como un espectro de piedra: su rostro duro, inmutable, como un dios inca olvidado, y sus ojos opacos, cargados de siglos, ocultaban sueños rotos. Pero aún brillaba en ellos la esperanza.
Vestía con pulcritud: zapatos militares impecables, sombrero color selva, camisa meticulosamente planchada. Su cuerpo tenso, como si todavía estuviera en combate. Y en cierto modo, lo estaba. Había sido militar, soldado de guerras cruentas donde el enemigo era, muchas veces, su propio reflejo. "Volví con las manos manchadas de sangre hermana", decía con voz rasposa, como un trueno gastado.
Contaba que vio cómo los oficiales comerciaban con la vida de sus hombres, desde la seguridad de sus escritorios. Que escuchó sus cálculos cínicos, como quien trafica con almas. "Vi caer a mis hermanos con el vientre abierto, las entrañas mezcladas con tierra y fuego. Vi a nuestras mujeres violadas, vi la bestia en mí. Yo también maté. También me convertí en animal."
Solo mil doscientos regresaron de los cuatro mil que partieron. A eso, lo llamaron victoria.
Cuando volvió, la ciudad era otra, y él, apenas un cascarón endurecido por la culpa. "Tomé a una mujer y la obligué a tener mis hijos. Me odiaron. Con razón. Ella fue su refugio, yo, su herida."
El silencio entre los dos fue largo, apenas interrumpido por el vapor del café. Luego dijo que se hizo relojero. "Me gustaba el tic-tac, porque nunca miente. Es como el canto de un pájaro que no se detiene, aunque nadie lo escuche. Me dio paz."
Compró un carrito, se instaló en una esquina, ganó respeto. Su presencia espantaba a los ladrones. Pero la envidia, esa vieja enemiga, le quitó su lugar. Lo expulsaron. Los compañeros lo traicionaron.
Aun así, no se rindió. Fue al frente de un edificio abandonado. Investigó, halló al dueño: un general retirado, quemado, en silla de ruedas. Mauro lo visitó y le contó su historia. El general lloró. "Eres soldado", le dijo. Y firmó el contrato. Pagaron la renta por dos años. Pero otra vez, la envidia. Nietos ambiciosos vendieron el edificio, y fueron echados.
Buscó trabajo de nuevo. Así llegó al centro comercial. Aquel en el que ahora camina cada día con el ritmo de los relojes acompasando su soledad.
"Mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años. Crecí con mis abuelos en el campo. Trabajé desde niño. Siempre fui fuerte. Cuando ellos murieron, viví en la calle. El ejército me recogió. Y ahí empezó mi historia."
Tuvo un hijo. Se fue con su madre y no volvió a verlos. No conoció el amor como otros lo cuentan. Pero sí la compasión. Escuchó a muchas mujeres, trabajadoras del sexo, compartir sus penas. "Ellas tienen alma", dice. "Solo desean hablar, y yo escucho."
Cuando terminan sus palabras, se aleja. Yo lo veo irse como se va el eco de un reloj al romperse: lento, noble, inevitable. Un hombre con el alma marcada, pero que sigue caminando con dignidad. Un soldado de la vida, cuya guerra no termina, pero que aún cree que en algún rincón, el tiempo puede volverse compasión.
Y en cada tic-tac, hay un suspiro suyo. Y en cada reloj, una oración que no se atreve a decir en voz alta. |