Había una vez un hombre que caminaba bajo la lluvia con un paraguas negro, tan gastado que dejaba filtrar gotas frías sobre sus hombros. No era un paraguas cualquiera: lo había heredado de su abuelo, quien le susurró antes de morir: "Este no te cubre de la lluvia, sino de lo que la lluvia esconde".
Una tarde, mientras cruzaba el puente de hierro que dividía la ciudad del bosque, el viento arrancó el paraguas de sus manos. Voló como un pájaro herido y se clavó en el río. El hombre corrió tras él, pero al tocarlo, el agua se volvió espesa como niebla, y el paraguas —ahora de un gris antiguo— comenzó a flotar sobre la corriente, convertido en una nube pequeña y pesada, del tamaño justo para caber bajo su brazo.
Decidió llevársela a casa.
La colgó del techo con un hilo de pescar, y esa noche, mientras la lluvia golpeaba los vidrios, la nube empezó a gotear recuerdos:
Olores a pan recién horneado que nunca había probado.
Risas de niños que no eran los suyos.
La voz de su madre diciendo algo que, en la vida real, ella jamás le dijo: "No tengas miedo de las tormentas que inventas".
De pronto, un relámpago cruzó la nube. En su luz breve, el hombre vio su futuro: un camino de tierra que se dividía en dos, y al final de uno de ellos, su propio rostro viejo, sonriendo con una paz que no entendía.
Cada noche, la nube le mostraba algo nuevo:
Lo que pudo ser: Él como músico, viajando en trenes nocturnos (había abandonado el violín a los dieciséis).
Lo que temía ser: Su padre, repitiendo los mismos errores con las mismas palabras huecas.
Pronto dejó de dormir. Pasaba horas observando la nube, que ahora crecía y se enredaba en las vigas del cuarto. Una madrugada, metió la mano en ella y sintió que algo —o alguien— le agarraba la muñeca.
Era él mismo, pero más joven, con los ojos llenos de lágrimas. "Sal de aquí", le dijo ese otro él. "Si te quedas, olvidarás cómo volver".
El hombre cerró los ojos y arrancó su brazo de la nube. Al hacerlo, el hilo que la sostenía se rompió, y esta se deshizo en una llovizna de esperanzas perdidas. Las gotas mojaron sus pies descalzos, y en ese momento supo dos cosas:
Las manos inocentes que recogían esperanzas eran las suyas propias, pero de niño.
La nube no era un archivo, sino un espejo de agua donde lo natural (la lluvia) y lo ignoto (el tiempo) se fundían.
Al amanecer, salió a la calle sin paraguas. La lluvia había cesado, y en los charcos, como en la nube, seguían nadando todos los pedazos de su vida. Pero ahora los veía desde afuera, y eso bastaba |