El umbral de los sueños
El día que decidimos sacrificar a mi perro, el mundo se deshizo en jirones de silencio. Tenía un tumor que le devoraba el estómago, y sus ojos, antes llenos de travesuras, ahora solo pedían descanso. Mi madre, con el rostro surcado por lágrimas que no lograba enjugar, se quedó en la puerta de la veterinaria. «No puedo verlo partir», susurró. Yo, en cambio, necesitaba presenciar ese instante como quien busca una respuesta en el filo de un abismo.
La veterinaria tenía las manos temblorosas y una lágrima seca pegada a la mejilla.
—¿Por qué llora si ni siquiera lo conoció? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Porque cada partida es un espejo —murmuró mientras la jeringa perforaba su piel.
Él me miró entonces con una serenidad que no le conocía. Sus pupilas se expandieron como pozos lunares, y por un segundo, creí ver una chispa azul danzando en ellas, como si su esencia se desprendiera en una espiral de luz. Cuando su cuerpo se desplomó, lo cargué como a un niño dormido y lo enterré junto a los otros perros que habían custodiado nuestra infancia. La tierra olía a raíces húmedas y a tiempo detenido.
Diez años después, mi madre murió sin que yo alcanzara a sostenerle la mano. La encontré bajo una sábana blanca, su piel amarillenta como pergamino antiguo, los orificios taponados con algodones que parecían pétalos marchitos. «Respiró hasta que ya no pudo», me dijeron. Pero yo solo veía una marioneta cuyos hilos se habían convertido en polvo.
La muerte se instaló entonces en mi pecho como un huésped obstinado. Hablaba en susurros cada noche, hasta que una madrugada, mientras dormía, sentí que el aire se espesaba. Mi cuerpo se elevó, pesado, como si alguien lo jalara desde las entrañas de la tierra. Caí en un vacío sin estrellas, un lugar donde ni el miedo ni la memoria tenían nombre.
Pero de pronto, como si una mano invisible hubiera pulsado un interruptor, desperté en una casita de techos bajos. La oscuridad era distinta aquí: cálida, envolvente. Moví los dedos y sentí el roce de la nada. Respiré hondo, y el aroma a hierbabuena fresca me trajo un sueño olvidado: mi perro corriendo en un campo, mi madre riendo con la voz que ya no recordaba.
El suelo cedió bajo mis pies, y caí otra vez, esta vez en un paisaje de peces plateados nadando en el aire. Abrí la boca y de mis labios brotó una gardenia. Reí, y cada risa dibujaba arcoíris en el cielo. Las montañas a lo lejos cantaban con voces de trueno, y los ríos tejían historias con hilos de plata.
Fue entonces cuando las sombras llegaron. No eran oscuras, sino deslumbrantes: seres de luz con escamas de pez, cabezas coronadas de algas brillantes. Con sus aletas, trazaron círculos en el aire y de ellos brotó la lluvia. Cada gota era un recuerdo: el primer ladrido de mi perro, la canción que mi madre tarareaba al cocinar, el aroma a tierra mojada después de enterrarlo.
“Esto no es morir”, pensé mientras las visiones se desvanecían. “Es recordar cómo se sueña”.
Cerré los ojos y, al abrirlos, estaba de vuelta en mi habitación. El alba filtraba su luz entre las persianas, y mi cuerpo, sudoroso, aún temblaba. Pero algo había cambiado: el peso de la muerte ya no era una losa, sino una bruma que se disolvía con cada respiro.
Ahora sé que la muerte no es un adiós, sino un espejo quebrado. Cada fragmento refleja una versión de nosotros que perdura: un perro enterrado bajo la lluvia, una madre convertida en canción, un sueño donde la vida se reinventa en flores y peces de luz.
Y aunque no tengo todas las respuestas, aprendí lo esencial: morir es tan solo despertar en otro sueño, uno donde seguimos siendo todo aquello que amamos. |