Aliento de Espejos
Éramos el perro que ladraba a su reflejo,
dientes afilados contra el cristal de lo eterno,
sin ver que la furia era un canto ahogado
al hueso perdido de nuestro propio nombre.
¿Quién elige cuando la sombra grita?
Preguntamos, sangrando en los callejones
donde la mente juega a ser dueña del laberinto
y el corazón, prisionero de latidos prestados.
Dostoyevski nos mostró al Inquisidor,
su manto tejido con miedos ajenos,
ofreciendo pan a cambio de alas rotas.
Pero en el beso silente de Cristo
—relámpago que no pide fe—
supimos que la libertad no se mendiga:
se respira.
En cada inhalación, el universo entra descalzo,
trae consigo polvo de estrellas viejas,
susurros de Rumi danzando en el viento,
el Om que Brahma exhaló al soñarnos.
Exhalamos jardines quemados,
nombres que ya no nos caben,
y el llanto del ego desnudo.
Devoción es este intercambio:
dar y recibir sin contar las monedas del aire.
No hay templo más alto que el pecho
cuando el corazón, cansado de herirse,
descubre que su sangre
es tinta del mismo poema
que escriben los dioses en la nada.
Si el sol se apaga y la luna se quiebra,
quedará este ritmo antiguo:
inhalar el caos, exhalar el canto.
Somos el mantra que ningún labio pronuncia,
la ofrenda que se consume en su propio fuego.
Respira.
Hasta que el aliento desnude su secreto:
No estás vivo.
Eres la vida respirando. |