Amenaza la tormenta. Grandes nubes negras corren por el cielo. Dobla el viento los escasos árboles que bordean la pista.
Me doy la vuelta. Mis perseguidores levantan una espesa polvareda roja que me impide ver su número exacto. Tres o cuatro por lo menos. Mantienen un galope de mil diablos.
Y Tornado Creek, la próxima estación de relevo todavía dista de varios "miles".
Las pezuñas de mis caballos lanzados al galope golpean con toda fuerza la pista de laterita. ¡Chas! ¡Chas! Mi látigo alcanza la grupa del tiro de cabeza que relincha de dolor. Silba una bala a mi oreja izquierda.
Salteadores de caminos o indios rebeldes, anima su codicia nuestro cargamento, cierto es, y van armados de carabinas de caza Winchester, por lo que parece. Reconocí el sonido que producen sus balas. Un silbido agudo.
Por lo normal, en aquellos casos, me aplasto en el cuello de mi caballo. Pero, por ahora estoy sentado en el pescante de una diligencia y no el sitio más codiciable en este momento, se lo aseguro. Sólo las piernas tengo protegidas por la caja, y sus paredes no están totalmente a prueba de las balas 44 Henry utilizadas por estas carabinas modelo 1866.
Tres bolsas de monedas de oro con destino del Banco del Colorado en Denver, son lo que vamos transportando.
Desaconsejó el shérif una escolta demasiado llamativa.
— Una diligencia común con hombres armados al interior, vestidos de viajeros, creo que bastaría.
Sí, pero nada de eso. Y ¡no he han dado sino dos hombres de escolta!
Lo más probable es que alguién se haya ido de la lengua, en la cádena de preparación del convoy. En casa, en la almohada o en el bar por inadvertencia, jactancia o escasez de sesos. En el Oeste americano, en cuanto oye uno la palabra "oro", despiertan todos los bajos instintos. Por una onza de oro pasa a saquear, traicionar o, matar la gente sin vergúenza alguna.
Pero también podría tratarse de una redada de los indios Cheyenne. Acostumbran lanzar operaciones de hostigo de ese tipo desde que dejaron de guerrear contra los Arapahos y los Apaches. Les sirve el oro para armarse más y mejor. No faltan los traficantes de armas.
Silban otras dos balas a mis lados. Con ademán instintivo, encajo todavía más mi Stetson en la cabeza, mientras con la otra mano, le doy con el látigo al tiro de caballos.
Yo también estoy armado con una carabina Winchester 1866. Está en el cofre debajo de mi asiento, pero bastante tengo con llevar los caballos. Tendría que venir una larga línea recta para que pudiera dejarlos ir a rienda suelta y disparar contra los asaltantes.
Los hombres de mi escolta por fin´han levantado las cortinas de cuero y pasan el busto por las ventanas de las portezuelas. Los oigo cargar las armas. Suenan los primeros tiros.
Venimos igualados más o menos. Tal vez podamos salvar el cargamento. Pero si se rompe un eje, salta una clavija o se saca una llanta, ¡la hemos cagado!
Desde la esquina de casa, me llama una voz:
— ¡ Pedrito, Pedrito, ven a comer! Está servida la sopa.
M... Tengo que abandonar el asiento. No va de broma la abuela con las horas.
Tengo once años y estoy sentado en un gran montón de fajos de leña menuda en el granero, disfrazado de vaquero, con un palo prolongado por una guita en mano y un viejo sombrero de fieltro negro en la cabeza.
Aquélla es mi diligencia Wells Fargo.
(1) famosa compañía americana de transportes terrestres, y luego de servicios financieros, creada en Nueva York, el 18 de marzo de 1852 por Henry Wells y William Fargo.
© Pierre-Alain GASSE, abril de 2025.
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