Nuestra generación vivió la transformación violenta de la ciudad.
De esa ciudad de nuestra niñez, en la que el olor del pan de leña invadía las calles del barrio. De esa ciudad con pocos autos, que nos permitía hacer campo de fútbol cualquier calle de barrio. De esa ciudad de pequeños negocios que cubrían las necesidades básicas, la botica, la ferretería, el peluquero, el joyero, el maestro zapatero, el maestro gasfitero, la tienda de abarrotes…todo sencillo. De esa ciudad de cometas de todos los colores en el cielo de agosto. De esa ciudad de las “jorgas” reunidas en las esquinas conversando, jugando. De esa ciudad sin ruido. De esa ciudad andina con viento libre, ríos brillando, y gente rebelde.
De esa ciudad a la actual con el pan cada vez más industrial, A está atestada de carros, conducidos por esperpentos furiosos, gritones. A esta ciudad llena de franquicias que roban la salud. A esta ciudad de grandes malls, en los que el consumo tiene rostro irracional. A esta ciudad sin cometas en los cielos de agosto.