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LA SUBLEVACÍON DEL SINIESTRO OJO


Me encontraba en el juzgado superior cuando llevaron al vidrioso anillo elíptico con todas sus membranas viscosas. Mostraba su iris sin disimulo y las luces cristalinas flotantes que se desprendían de su gelatinoso y translucido líquido. Las membranas interiores donde recibía las imágenes ya distorsionadas eran normales para la edad. Se pavoneaba con aquella mácula, con aquel tejido intruso en la córnea de nueva adquisición. Llegó recluido por las circunferencias plásticas con largueros transversales amarrados sobre las orejas.
Recuerdo que en un principio pensé que se trataba de una ilusión óptica por el estado colonial del país. Sin embargo, resultó ser el curioso efecto del tejido ajeno a la córnea que hacía ver picos que salían del ojo hasta penetrar el fondo donde descansan los objetos.
Pero el tejido foráneo tuvo otros frutos perniciosos. La distorsión óptica comenzó a formar un entendimiento distinto de la realidad. La lucidez cedía ante la opacidad. Las siluetas comunes se rendían a lo oblicuo. La contemplación de las nuevas formas y colores ocupó mi tiempo de trabajo. El esfuerzo por descifrar esta nueva realidad se convirtió en obsesión diaria.
La vitroctomía fue la solución. La molestosa operación me mantuvo con la cabeza hacia abajo durante una semana entera examinando con el ojo derecho las imperfecciones de las baldosas del apartamento.
De vuelta a la normalidad y a pesar del ahínco por rebasar el desconsuelo que me provocó el siniestro ojo, comencé a experimentar una sensación de paisajes neblinosos. Eventualmente me enteré que no se trataba de la distorsión colonial, sino de un diminuto tejido que cubrió el ojo con un lienzo blanquecino.

Tuve que someterme a una nueva operación para remover ese otro tejido que se comportaba tan irreverente como el primero. Salí con una cobertura en la cavidad de la parte superior de la faz de la cara.
De vuelta a la rutina y sentado en el despacho frente a la gigantesca pantalla del ordenador, las letras comenzaron a empañarse, brincaban de línea a línea. El punto desaparecía y el acento y el tono se desvanecían. Los errores ortográficos se reproducían y ni hablar de las ideas. El ojo izquierdo no mostraba fatiga y volvía a reírse de mí.
Sostuve serios encontronazos con el susodicho. Lo abarroté de gotas oftálmicas, lo tapé con pedazos de tela, lo lavé con agua y jabón… ¡Y nada! Para evitar sus efectos, aumenté el tamaño de las letras, cambié el tipo de los signos, y comencé a escribir en negritas; pero todo era inútil. No tuve otro remedio que volver al médico para una nueva revisión.
Me sentaron en la silla oftálmica como en un juzgado de lo criminal. Pero en esta ocasión no era yo el acusado; fui la víctima de aquel ojo inquieto y rebelde. Era la tercera ocasión en que el siniestro ojo me producía daños. Terminé en el juzgado reclamando las debidas reparaciones de aquella persecución maliciosa.
El juicio comenzó con el aparato metálico sobre la frente; la barbilla sobre el retenedor plástico; y de repente un soplo de aire seco sobre el ojo. Primero se examinó al ojo derecho por si existía alguna complicidad con su par; después al insurrecto. No hubo prueba directa o circunstancial para acusar por glaucoma.
Luego, una lámpara de luz blanca que, junto a cristales hiperbólicos, revisaron los contornos de la córnea. Un rayo de luz hiriente, irritante y perverso. El ojo izquierdo, sentado en el banquillo de los acusados y sujeto a aquel intenso contra interrogatorio demostró su estámina y no claudicó. El veredicto fue de no culpabilidad en el cargo de rompimiento de retina.
El juicio continuó contra el ojo sedicioso. Su nerviosismo se develaba en el sudoroso lagrimar y en los movimientos involuntarios. La impaciencia, angustia y ansiedad eran indiscutibles.
Aquella doctora no había terminado de pasar la prueba. Ahora comenzaban las gotas para dilatar la pupila y el enorme espejuelo metálico para ver letras distintas en varios tamaños. Era un elemento del delito la agudeza visual. Se utilizó como prueba pericial un optotipo de escala aritmética. E mayúscula en la primera línea, a una escala 20/200; la F y la P en la segunda, a una escala 20/100; y así hasta el final con la E hasta la P a escala 20/20. Pero el ojo izquierdo pasó todas las pruebas. ¿Cómo probar la culpabilidad de aquel órgano desafiante?
Me llamó como su último declarante. Me cuestionó duramente. Mi credibilidad estaba en vilo. Me convirtió en testigo hostil contra mí mismo. Ya al final, en un ataque desesperado, colocó un lente con prisma para detectar la refracción de luz sobre el ojo izquierdo, y cuestionó la cantidad de circunferencias que se observaban. Ingenuamente y derrotado declaré ver dos circunferencias, una verde y otra roja.
—¡Eureka! —exclamó la acusadora.
—Usted está viendo doble —pronunció.
—Su ojo izquierdo tiene una cicatriz que hace que la luz recaiga sobre partes diferentes de la retina en cada ojo.
De inmediato dictó la sentencia contra el ojo izquierdo por vista redoblada. La pena fue radical, permanente y sin derecho a probatoria. Lo condenó a utilizar un prisma en el lente izquierdo para reducir la rebelión de la luz y dejar de ver doble.
Eventualmente lamenté la pérdida del halo de misterio que poseía mi visión. Me arrepentí del tratamiento médico; del menoscabo en la imaginación. La privación que sufrí al someter al siniestro ojo a mi voluntad provocó el despojo de una realidad que no volvería a revelarse. Escapaba a una concepción del mundo que había formado y a la cual me había acostumbrado. Por primera vez renegué de la mutación quirúrgica y preferí continuar la odisea con la visión desfigurada. Tomé los redondos plásticos que colgaban sobre mi cara que aprisionaban al siniestro y los lancé contra el suelo para rescatar al ojo sublevado.
Ahora paso los días como antaño, examinando las desfiguraciones de la vista y las transmutaciones coloridas del entorno en armonía con el ojo izquierdo.

Texto agregado el 29-03-2025, y leído por 88 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-03-2025 "Las siluetas comunes se rendían a lo oblicuo"; excelente ejercicio literario, gracias por compartirlo. Buhonero
 
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