TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / raulato / Crónicas de una Infancia Injusta

[C:622350]

Crónicas de una Infancia Injusta

Mi hermana nunca fue normal. Su comportamiento escapaba de toda lógica, y era imposible anticipar lo que pensaba. Desde pequeña, se refugió en los brazos de papá. Yo, tres años mayor, creía que me refugiaba en los de mamá, pero ella me traicionaba. Si yo le contaba algo o alguien me acusaba, no dudaba en decírselo a mi padre, quien se convertía en mi verdugo. Me golpeaba y, según ella, me mantenía a raya con la amenaza de volver a acusarme si me portaba mal. Mi hermana también hacía lo suyo: me delataba y me castigaban. No era un monstruo, como me catalogaban. La santa, la regalona, era ella. Para mí el monstruo era ella.

No compartía con mi hermana como lo hacían otras familias, ya fueran vecinos o parientes. Solo sabía de su presencia en el marco familiar. Fuera de ese espacio, éramos hermanos ausentes. Asistíamos a colegios distintos y ni siquiera sabía en qué curso estaba, así como ella ignoraba el mío. La diferencia de tres años era un abismo. No compartíamos juguetes, útiles ni amigos.

En lo cotidiano, cuando coincidíamos en los almuerzos, siempre me los arruinaba. Sus ocurrencias eran de mal gusto. Acariciaba al gato con las mismas manos con las que manipulaba el pan o preparaba las ensaladas. En la mesa, papá se sentaba en la cabecera, yo a su costado derecho, y ella frente a mí, al lado de mamá. Desde mi posición, la veía tomar la presa de pollo o la costilla de cerdo con ambas manos, despresar, descuerar, comer y hablar. Entre bocados, se acomodaba el pelo que caía sobre su mejilla, arrastrándolo detrás de su oreja con una mano, mientras con la otra sostenía la presa de pollo. Luego la cambiaba de mano y repetía el gesto con la otra oreja. Sus mejillas terminaban embetunadas y brillantes de grasa.

Dos veces reparé en lo cochina que era para comer y lo mencioné. Añadí que no se comía con las manos y que la servilleta servía para limpiarse. La primera vez, la regañaron un poco, pero la segunda, mi padre no se complicó: nos trató a ambos de cochinos. En realidad, solo a mí, pues conjugaba las frases en masculino y solo me miraba a mí, golpeando la mesa con los mangos del tenedor y el cuchillo, alegando que le había arruinado el almuerzo. Después de su bufido, yo permanecía con la mirada fija en mi hermana. Ella, cínica, sonreía mostrando sus grandes dientes blancos, sin decir palabra pero moviendo las cejas en una burla muda, de lo que era experta. No podía evitar notar que sus labios gruesos estaban brillantes y aceitosos. Mantenía las manos en el aire, evitando tocar algo mientras, ahora sí, se limpiaba con la servilleta. Innecesario, porque ya se había limpiado al correr el pelo por sus mejillas. Mientras reía, divise un pedacito de cilantro entre sus dientes. Su verde contrastaba con el blanco de sus dientes, el brillo de sus labios, la grasa en sus patillas y su pelo pegajoso y aceitoso tras las orejas. Fue la última vez que la miré mientras comía.

A los veinte años me casé, y mis visitas a casa de mis padres se redujeron a uno que otro fin de semana, para celebrar algún cumpleaños. Cuando recibía a mis primas de visita, evitaba sumarme a sus comentarios sobre lo incómodo que era comer en familia, porque mi hermana seguía con la mala costumbre de darle comida al gato en la mesa. No solo eso: permitía que el animal saltara sobre ella y después sobre la mesa sin espantarlo de inmediato. También escuché que siempre tenía partículas de comida entre los dientes: rojas de betarraga o verdes de cilantro. A veces se tomaban fotos en la mesa, y cuando las revelaban, descubrían con horror que mi hermana aparecía en primer plano con su amplia sonrisa y restos de comida entre los dientes. Me mostraban las fotos y, cínicamente, fingía asombro.

Y no solo en los almuerzo era difícil. Una vez, cuando aún era soltero y vivía con mis padres, teníamos invitados a familiares pernoctando. En familia decidimos ver una película nocturna en televisión. A fines de los años setenta, que se anunciara una película de renombre era poco común, así que nos preparábamos y puntualmente nos acomodamos en los sillones, algunos en la alfombra. Mi hermana, sin consultarnos, se levantó y cambió al otro canal. Según ella, la película era mejor. Intentamos insistir, pero fue en vano: mi padre, con su silencio, le daba la razón. Comenzó la función y no hubo forma de hacerla ceder.

Para nuestro asombro, en menos de cinco minutos ya estaba dormida.

Comentamos lo fresca que era, pero nadie se atrevió a hacer nada. Mi padre, conspirando con ella, seguía con la vista fija en la televisión, fingiendo interés y además que la entendía.

En la primera tanda de comerciales, una de mis primas, decidida, se levantó y dijo:

—Listo, terminó. Buena la película.

Todos hicimos lo mismo: nos levantamos, opinamos, caminamos. Una de ellas movió a mi hermana por el hombro y añadió:

—Ya, terminó, a acostarse.

Cruzamos los dedos: el plan estaba funcionando.

Mi hermana se levantó de la alfombra como una sonámbula y se dirigió por el pasillo hacia los dormitorios, no sin antes soltar un ácido comentario, como era su costumbre:

—Viste que era buena la película.

Texto agregado el 28-03-2025, y leído por 124 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
30-03-2025 Lo malo de este mundo es que existen personas así. Saludos. ome
 
Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]