Levantando las piedras esparcidas en la orilla del mar, el ermitaño, busca y atrapa los cangrejos que se esconden bajo los guijarros húmedos.
Con manos temblorosas y expertas, remueve los pedernales, aquí y allá, a lo largo de la playa.
Al cabo de un rato, con el cesto lleno de carnadas vivas, revisa el carrete en el que enrolla su línea de pesca, le da una última ojeada a los anzuelos y plomos y, agarrando el cuenco con los señuelos, escala una roca, encarando las olas y disponiéndose a pescar.
“La mar está tranquila”, dice, en voz alta, mientras, parado sobre el peñón, resiste la resaca del alcohol.
La noche anterior bebió demasiado vino, y hoy, su único objetivo, es conseguir pescado para el almuerzo y emborracharse otra vez.
Sediento de alcohol, el contacto con la inmensidad del mar lo tranquiliza y le hace perder la noción del tiempo.
Sin darse cuenta, transcurren dos horas, y aún no pesca nada, pero es testarudo y sigue clavado en el mismo lugar, con la mirada fija en el agua que refulge, fría y espumosa.
De aquí, no me muevo, piensa con obstinación.
Esa parte de la costa está deshabitada, y el viejo, hace treinta años que construyó una choza en ese lugar.
Pasan las horas, y el ermitaño, por fin, acumula una sarta de pescados de roca.
Se da por satisfecho y vuelve a su choza a preparar la comida.
Son muchos los años transcurridos, desde que, siendo joven, dejó su pueblo natal.
Se fue como un proscrito, casi desterrado, porque lo acusaron de un lío de faldas, que terminó mal.
“Si la chica se volvió loca, fue por su culpa”, dijeron todos.
En esa época, estudiaba filosofía, en una universidad, cercana a su pueblo.
Desde muchacho tuvo fama de excéntrico, por su afición a las letras y a la bebida, y, desde un principio, fue considerado un tipo fuera de lugar.
Lo acusaban de haber embarazado a la jovencita a base de engaños y triquiñuelas.
Nunca se supo en el pueblo, que la chica había tenido otro amor, que fue el verdadero causante de la tragedia.
Pero, el joven estudiante y futuro ermitaño, no quiso manchar el honor de la joven mancillada.
No negó las acusaciones, y se fue del pueblo, para siempre.
La muchacha, desdichada, murió en el parto junto a un bebé que nunca vio la luz.
Cuando el joven supo, que su único amor había fallecido, renunció al mundo y se fue a vivir al pie de unos cerros, junto al mar.
En ese lugar, el cielo azul y el sol, le arrancan destellos furiosos a su memoria, y el viejo, mientras vuelve a su choza, después de pescar, se mueve como un autómata, ya que desde hace una semana no para de soñar con la chica muerta.
Y ese sueño le quema su interior.
Es como si el viejo fuera el mar y la chica el sol, cuyo recuerdo obsesivo le consume lentamente la gota de cordura que aún persiste en él.
A duras penas se arma de valor y enfrenta el día, rodeado de sus recuerdos tristes.
Después de preparar y comer una cazuela de pescados y vegetales, el ermitaño se lava las manos y sigue bebiendo.
Un par de campesinos, de tierra adentro, le cambian pescados y mariscos por víveres y alcohol.
Entonces, sin nada más que hacer, pasa los días, recordando y reavivando la llama de su dolor.
El pensamiento que lo aniquila y lo devora lentamente, es que fue su propio amigo el que le arrebató el amor, seduciendo a su chica, para luego abandonarla.
El despecho, la rabia y la vergüenza, le comen el alma, casi tanto como el amor robado por el destino.
El viejo nunca divulgó que la chica se había rendido a otro hombre, para no mancillar la memoria de la muerta.
Una parte de sí guarda una imagen pura de la joven mujer, atesorándola, como símbolo sagrado, y la otra, acepta la caída de la fémina, como parte de la naturaleza humana.
¿Quién soy yo para juzgar?, se repite, cuando la rabia y el despecho, no lo dejan en paz.
En cuanto al amigo traidor, fue culpa mía, concluye, nunca debí confiarle mi romance a ese maldito.
Desde su época de estudiante, el viejo estuvo obsesionado con el alma, la consciencia y la razón.
Y a veces, se queda horas frente al mar, recordando momentos de su vida pasada:
“La universidad, ubicada a trescientos pasos de la costa, tenía, a la vuelta de la esquina, casi como patio de recreo, una hermosa playa, con roqueríos y acantilados, donde los estudiantes, solíamos acudir después de las clases.”
“Hacia ese lugar, donde estaba la “Piedra Feliz”, (gigantesco promontorio, roca favorita de los suicidas y románticos de la ciudad), me arrancaba a estudiar los densos volúmenes de teoría filosófica y a componer poesía.”
“Sabía muy bien, la lucha que había, entre la razón y la consciencia, por el señorío del alma.”
“Y los destellos más profundos, de aquellas intuiciones, los tenía, cuando estaba junto al mar.”
En las tardes de invierno, cuando el océano adquiría un tono gris metálico, y el viento rizaba la superficie con lenguas de ilusión, la tormenta se cernía sobre sus hombros y le traspasaba la piel.
Algo en él, presentía, que su destino estaba enlazado a la potencia oceánica, que, en esos momentos, vivía como una iniciación.
Volviendo al presente, el viejo está borracho, sentado frente al fogón que tiene delante de la choza.
Ya es de noche y contempla las llamas, que palpitan, agónicas, como diminutas salamandras implorando a la vida un minuto más.
Zigzagueante, se levanta y camina a la playa a contemplar el mar.
La luna, asomándose, convierte la superficie del agua en una alfombra lactescente, incitándolo a sumergirse en ella, porque, en su locura, el viejo cree que el alma de la chica está atrapada en el fondo de la bahía.
Vacilante, se acerca a la línea de la marea, dejando que el agua le moje los pies, y, con un grito desgarrado la llama por su nombre, y luego se queda en silencio, embrujado por la luz de la luna y el sonido de sus recuerdos.
Un poco más lejos, el perro que tiene como mascota ladra furioso, tratando de que el hombre vuelva en sí.
Entonces, el viejo, dando media vuelta, camina unos pasos y cae, durmiéndose en la arena, lejos del alcance de la marea.
Al otro día, apenas amanece comienza a llover.
En la choza, el viejo está despierto, calentando agua para desayunar, con el corazón vacío y el cuerpo hastiado, de tanto vino.
La sed le corroe la lengua, y el recuerdo de los sueños que lo acosaron durante la madrugada le queman el alma y el corazón.
“Sólo hace unas horas soñaba que una voz cantaba melodías en medio de la noche, y él, durmiendo, escuchaba ese canto en duermevela...”
“...Era un canto maravilloso y femenino, entonado y mágico, que parecía provenir desde el fondo mismo del mar.…”
Y esa imagen le da vueltas en la cabeza sin dejarlo en paz.
Fuera del refugio la lluvia golpea con fuerza el litoral, cubriendo el horizonte con una cortina gris que se desploma sobre el agua.
Pasan las horas y el aguacero continúa.
Aterido por el frío y la humedad, el viejo calienta vino en el fogón, mientras continúa deambulando por los pasillos del laberinto mental y emocional en el que eligió vivir.
Aferrado a un amor que vislumbró, pero que nunca pudo gozar, se golpea la cabeza contra el muro de su prisión.
Y las pulsiones destructivas que le corroen el alma explotan en su interior.
Recuerda, con dolor indescriptible y furia inmensa, a su examigo, el traidor, en el que había confiado y que fue el agente activo de su disociación psíquica y ruina espiritual.
Pero por sobre todas las cosas, la imagen que lo persigue es la de su amada inmóvil, yaciendo pálida en el fondo del mar, rodeada de algas que se mecen, suavemente, y que lo llaman y lo atraen, ofreciéndole un remanso, donde, por fin, descansar.
El viejo, creyendo que aún escucha el canto maravilloso que le atormenta el alma, sale de la barraca y camina a la orilla del agua.
Las notas mágicas lo envuelven como si fueran un canto de sirena.
Y obnubilado y transportado quién sabe a qué mundos de ilusión, se encarama sobre las rocas, mientras la lluvia lo empapa y las olas golpean contra el farellón sobre el que mira el mar.
Cada vez más intensas, resuenan, las notas de la melodía soñada.
Y la realidad se desdobla en sí misma, y el viejo ya no es viejo, está de vuelta en su juventud, parado en la “Piedra Feliz”, cerca de la universidad.
Está lleno nuevamente, de filosofía, de consciencia, de razón y de alma.
Su cuerpo juvenil está rebosante de amor e ilusión.
Y parado en la cima de la roca inmensa, a treinta metros de altura, contempla las algas que se mueven, al fondo del barranco, al compás de la marea.
Y sin pensarlo, cierra los ojos y salta al vacío, a reencontrarse con ella; llevado de la mano por esa dulce melodía, que se abre y se cierra, atrapando su corazón para luego dejarlo ir...
...Horas más tarde, el viejo duerme el sueño final, con sus memorias esparcidas en la superficie del agua.
El viento y las ondas son ahora su respiración. Las heridas del alma, que lo atormentaron durante tanto tiempo, son sólo cenizas cayendo en el vacío.
Lentamente, la película de amor se deshace, como un negativo perdiendo sus formas en el profundo e inexorable fondo del mar.
Lo que hace unos días era una emoción sangrante, encapsulada en una personalidad moribunda, ahora es un destello de energía pura, por fin, liberado.
Y los viejos momentos de aquella historia, flotan delante de sí, como miles de burbujas de un presente que ya se fue.
La tormenta se desvaneció, y una hermosa luna tiñe el agua con reflejos escarlata.
La chica amada, baluarte de su trágico destino, está junto a él.
Hermoso reencuentro, más allá de la materia y su forma fugaz.
Ambos rejuvenecidos, sin el peso del tiempo sobre los hombros, se miran fijamente a los ojos, sin hablar.
¿Qué se pueden decir después de todo lo vivido?
Al parecer, sus vidas fueron arquetipos encarnados, del destino de la humanidad.
Amor, inocencia, traición, dolor, locura y expiación.
Separación y reencuentro.
El fuego de la pasión, finalmente, domado y redimido por las aguas purificadoras.
La chica y él se miran fijamente a los ojos, sin hablar.
¿Qué se puede decir, después de todo lo vivido? |