DONDE HABITA LA PAZ
Desde los dos años, el niño sanaba. Sus manos pequeñas cerraban heridas y sus ojos —de un gris tormentoso— irradiaban una paz que olía a sándalo recién cortado. A los cinco, habló por primera vez de Dios:
—No está en los templos… Está aquí —dijo, señalando su pecho.
Su único amigo era un gato negro de ojos dorados, que lo seguía a todas partes. Jugaban en el jardín mientras el felino, silencioso y atento, parecía entender cada palabra no dicha.
Un día llegaron cuatro hombres con títulos largos y corazones vacíos: un cardenal romano, un gurú hindú, un científico laureado y un jeque árabe. Sus seguidores anunciaron la llegada con trompetas. Pero el niño, sentado bajo un árbol, seguía acariciando al gato.
—Todo tiene su tiempo —dijo sin mirarlos—. Hoy es tiempo de jugar. Esperen.
Los sabios, ofendidos pero intrigados, aguardaron horas bajo el sol. Cuando el niño se levantó, llevaba al gato en brazos. El felino los observó con desdén, mientras el pequeño bostezaba.
—¿Cómo encontrar a Dios? —exigió el cardenal.
—¿Qué es la verdad? —preguntó el científico.
—¡Necesito una prueba! —rugió el jeque.
El niño los escuchó sin apuro. Cuando callaron, el gato saltó de sus brazos y desapareció en la hierba. Entonces habló:
—Sus respuestas ya viven en ustedes… Búsquenlas en el silencio que temen.
Y mirándolos como quien observa un horizonte lejano, agregó:
—Cierren los ojos… Escuchen la voz que ya habla en su pecho.
Los sabios obedecieron. Y algo, en medio de ese silencio, se quebró: lágrimas rodaron por sus mejillas. El niño sonrió y se marchó tras el rastro invisible de su gato.
Los años pasaron. El niño creció entre ecuaciones y recreos. Sus discípulos —jóvenes que lo habían visto sanar a un perro moribundo— se reunían cada tarde. No lo veneraban: lo amaban. Y en ese amor aprendieron a escuchar la voz interior que él les enseñaba a despertar.
Un día le dijeron:
—Es hora de partir. El mundo vive preso del miedo… Adoran a un dios de castigo.
Él miró a su gato, cuyos ojos dorados brillaban con nostalgia. Esa noche, bajo las estrellas, el felino habló:
—No es un adiós… Solo cambias de escenario. Todos somos olas del mismo mar. Yo escucharé tus pasos, y tus ojos serán los míos.
Al amanecer, partieron.
Recorrieron ciudades donde la gente confundía placer con alegría y pensamiento con sabiduría. En una de ellas, conoció a Lila, una mujer de risa cristalina que vendía libros usados. Se amaron, tuvieron hijos, y aunque ella nunca entendió su misión, aprendió a amar el silencio que lo habitaba.
Los millonarios llegaron como moscas. Le ofrecieron yates, jets, mansiones. Aceptó todo, pero no para sí. Usó el dinero para construir escuelas sin exámenes, hospitales sin medicinas, teatros donde las obras hablaban de “Dios, el artista que pinta en tu alma”.
La ONU lo nombró Embajador de la Paz. En su discurso dijo:
—La paz no es un tratado… Es el latido que ya vive en ustedes.
Muchos se burlaron. Algunos discípulos lo abandonaron: unos por fama, otros por amor.
Dejó de sanar en público. En un mundo de escépticos y fanáticos, un milagro era peligroso. Pero sus ojos… sus ojos grises seguían siendo su don más profundo. Mirar a alguien era su único milagro permitido.
A los ochenta años, cuando las guerras volvían a quemar el mundo, seguía visitando cárceles y parlamentos. Siempre con la misma frase:
—Cierren los ojos… Escuchen… ¿Oyen ese susurro? Es Dios… o como quieran llamarle. Solo no le teman.
Una mañana de invierno, no despertó. Sus nietos lo encontraron rodeado de pétalos de rosas negras (nadie supo de dónde vinieron) y el gato de ojos dorados junto a su cabeza. En la mesilla, una nota sencilla decía:
"No me busquen en altares. Estoy en el suspiro de un recién nacido, en el silencio antes de una verdad, en el abrazo que perdona. Y si dudan… miren a su gato. Él les guiará."
El gato desapareció al día siguiente. Pero en cada rincón del mundo, los niños empezaron a soñar con un felino que les hablaba de un Dios sin nombre. Jugaba en sus corazones, les enseñaba a escuchar el latido de lo eterno.
Y así supieron que en el lugar más simple y silencioso… habita la paz. |