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EL MAESTRO

Subió al bus... Jamás le había visto. Era muy alto y blanco como la leche, de ojos grandes pero soñadores; más parecía dormido que despierto. Noté que usaba tapones en los oídos, aunque al principio creí que era algo sucio saliendo de su oreja. Flaco, demasiado flaco, y sus cabellos marrones, escasos como hierba en invierno, me hicieron ver que en un futuro sería calvo como mis rodillas.

Iba yo a la universidad, como siempre, arrastrando mi angustia existencial. Quizás porque no era como los demás: ni alto, ni fuerte, ni guapo. Solo una oveja perdida en el rebaño de las calles.

Entré al salón y ahí estaba él: el hombre del bus. Era más alto de lo que imaginaba, y caminaba como una jirafa herida. "Buenos días", dijo. "Buenos días", respondimos. Parecía un fantasma de los años sesenta, desgastado por excesos juveniles. Pero me equivoqué. Dijo su nombre y empezó a hablar con una elocuencia que hipnotizó a los 70 alumnos. Era profesor de matemáticas. Habló de Pitágoras no como un teorema, sino como un hombre de carne y hueso. Luego, nos lanzó un problema y dijo: "Yo solo seré el faro". Así pasó la hora hasta que el timbre nos devolvió a la realidad.

Me acerqué a él, inundándolo de preguntas. Él, con una sonrisa que guardaba secretos, respondió: "Si quieres respuestas, aprende a escuchar tu silencio". Se levantó y se fue. Lo seguí. Olvidé mi clase, olvidé todo. Entró en las oficinas de profesores y, minutos después, salió. Caminó hacia el bus. Yo tras él, como una sombra.

Una hora después, bajamos en un barrio olvidado por el tiempo. Lo seguí... Entró a un edificio ruinoso donde decenas de jóvenes lo esperaban, arrodillados como ante un santo. "¿Quién es este hombre?", murmuré. Él se detuvo, giró lentamente y me vio. "Has llegado", dijo. "Siéntate aquí", señaló el lugar vacío junto a él.

Cuando todos se acomodaron en círculo, habló: "Dentro de vosotros hay un ser que os busca. No descansará hasta unirse a vosotros en un abrazo eterno". "¿Y quién es?", pregunté, temblando. Me miró fijamente: "El mismo que te trajo aquí. Y yo soy solo el puente". Luego añadió: "Te enseñaré a entrar en tu bosque interior, donde la oscuridad es solo la antesala de la luz".

Asistí a sus reuniones religiosamente. Y cuando el maestro consideró que estaba listo, me llevó a un cuarto y me reveló el método: algo que ya conocía, pero que nunca había visto. Era la meditación.

Los años pasaron. El mundo se transformó en un lugar frío, pero mi maestro, ahora viajero incansable, jamás me abandonó. Sus cartas eran semillas: "Escucha tu corazón", "Elige la paz, no la guerra; el amor, no el odio".

Hoy, anciano y solo en apariencia, camino acompañado por aquel aliento sagrado que me susurra al oído. Y así seguimos: él y yo, espejos rotos que reflejan la misma luz. Este viaje no es sobre el filo de la navaja… es sobre la mano que la sostiene. La mía. La suya. La de esa luz que nace cuando caigo y me susurra: "Soy tu esencia buscándome en ti. Y solo al encontrarme, dejaré de buscarme".

Texto agregado el 20-03-2025, y leído por 55 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-03-2025 Me gustó mucho este cuento. ***** vaya_vaya_las_palabras
21-03-2025 Me encantó tu escrito, lo que escribiste no es un cuento, es enseñanza, muchas gracias. Un abrazo. ome
21-03-2025 Dicen que el maestro aparece cuando el alumno está listo. Tu texto irradia un poco de filosofía y cierta necesidad de autoestima. Muy bien, Joe. Me gustó. maparo55
 
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