Déjame morir
Cogió la cuchara y, con el hambre que tenía, no pensó que aquello que ingería lo llevaría tan lejos. Su madre, ya fallecida, era capaz de embriagarlo con cosas ricas y sanas, pero ya no estaba. Ahora solo quedaba la figura de un señor de pensamientos extraños cocinando para él.
—¿Qué es esto? ¿No tiene algunos días de elaborado?
—No —respondió el cocinero—. Es de hoy.
Terminó de comer y notó que su estómago crecía como una bola.
—¿Qué me pasa? —se preguntó.
Un dolor brotó desde su vientre.
—¿Será así el dolor de las mujeres al parir? —pensó, sin darle importancia a ese fluido que no cesaba de agrandarse más y más.
—Debo tomar algo que me alivie.
Subió a su cuarto y buscó antiácidos y algo parecido. Ya pasaba la medianoche y el dolor no paraba.
—Me siento mal… Voy a emergencias —se dijo.
Se vistió, cogió las llaves y salió de casa sin avisar a nadie. Pero ¿a quién iba a avisar? Su madre había muerto hacía más de un año y estaba solo. Quizás esto fuera un anuncio final.
No paró hasta llegar a la clínica.
—¿Qué desea, señor? —preguntó el recepcionista.
—Me duele el vientre y no se me pasa el dolor.
—¿Quiere una silla de ruedas?
—No, gracias, puedo caminar.
Le dieron una etiqueta adhesiva y lo llevaron a una cama. Se sentó y, al instante, llegó el médico. Le hizo preguntas y empezó a palparle el vientre. De repente, el doctor abrió los ojos con sorpresa.
—Aquí hay un bulto, señor. Debe hacerse una tomografía urgente.
—Está bien —dijo él.
Le quitaron la ropa y lo llevaron a una sala grande, llena de personas con el rostro amarillo. Por un momento pensó que era una morgue, pero no lo era. Eran pacientes esperando su turno. La mayoría parecían cadáveres sentados, envueltos en una quietud que helaba el aire.
Se sentó cerca de un hombre que respiraba con dificultad, el rostro huesudo y la mirada clavada en el suelo.
—¿Hace mucho que esperas? —preguntó él, intentando romper el silencio.
—Esperar es lo único que nos queda —respondió el hombre sin levantar la vista.
—¿Y después?
—Después, solo cruzamos... O eso dicen.
—¿Y tú, qué piensas?
El hombre alzó los ojos, opacos como el agua estancada.
—Pienso que algunos ya estamos del otro lado y no nos hemos dado cuenta.
El comentario lo dejó en silencio. Una enfermera se acercó y le entregó un vaso con un líquido plateado. Lo tomó y sintió una especie de relajación en todo el cuerpo.
Fue entonces cuando, en una esquina del cuarto, apareció la imagen de un demonio oscuro, con bordes de sombra plateada. La criatura emergió lentamente de la penumbra, acercándose hasta quedar casi pegada a su rostro. Tenía ojos brillantes como acero fundido y una sonrisa que parecía burlarse de su dolor.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó él, sin apartar la mirada.
El demonio inclinó la cabeza, como si analizara la pregunta.
—No quiero nada. Solo vengo a recordarte lo que ya sabes —dijo, con una voz áspera, como metal raspando piedra.
—¿Y qué es eso que ya sé? —insistió él, sintiendo el peso de la presencia.
—Que el dolor es un maestro antiguo —respondió el demonio—. Vengo a mostrarte que no se le vence ni se le huye. Solo se lo acompaña… hasta que termina su lección.
Él respiró profundo, sintiendo cómo el miedo comenzaba a desvanecerse.
—Entonces, si debo gritar, gritará mi cuerpo, pero no yo —dijo con firmeza.
El demonio lo observó en silencio, y por un instante, sus ojos dejaron de arder. Asintió una sola vez antes de retroceder, desdibujándose nuevamente en la sombra plateada.
Lo llevaron al examen, le tomaron la tomografía y luego lo devolvieron a su cuarto.
—¿A qué hora puedo irme a casa? —preguntó.
—No se le puede dar el alta hasta que el doctor lo revise —respondieron.
Pasaron horas hasta que llegó un hombre de rostro serio, lentes, cabello corto y un extraño lunar en medio de la frente.
—Señor, ¿tiene algún familiar que viva con usted?
—No, no tengo a nadie. Mi madre murió hace más de un año. Estoy solo.
El médico respiró hondo antes de continuar.
—Tengo que decirle que tiene un cáncer del tamaño de una bola de billar en su vientre. Por la coloración y los exámenes de sangre, parece ser muy agresivo.
—¿Y qué debo hacer, doctor?
—Debo llevar la biopsia a patología. Mañana le diremos todas las posibilidades.
—Está bien, pero ¿tiene algo para el dolor?
—Sí, le daré morfina para controlarlo.
Le administraron la morfina, lo vistieron y lo enviaron a casa.
Esa noche, recordó todo lo que había vivido con su madre. El llanto de su última noche juntos, el enorme silencio que siguió y el dolor de verla con algodones en la boca y la nariz, sabiendo que nunca volvería. La habían enterrado en un camposanto, y desde entonces, él no había vuelto a visitar su tumba.
—Algo me dice que voy a morir —pensó—. ¿Y qué pasará después? ¿Vendrá aquella luz que a veces se acerca a mis ojos cuando me siento solo? ¿Se apagarán las luces de los sentidos y, sin aliento, adónde iré?
Pasó toda la noche pensando en la muerte, hasta que finalmente se dijo a sí mismo:
—¡Déjame morir!
Las luces del cuarto se apagaron. Se acercó a la ventana y vio que toda la ciudad estaba sumida en la oscuridad.
—¿Será la morfina? ¿Será la puerta de la muerte? ¿Mi cuerpo ya estará sin mí? ¿Seré aquello que fui antes de nacer?
—Déjame morir —susurró.
Entonces escuchó un rumor sordo, como de pasos que se arrastraban por las calles vacías. Vio que la gente se acercaba a su casa, pero nadie tenía rostro. Eran sombras que se unían como gotas de mercurio negro, formando una sola figura que entró en su casa, subió las escaleras y se plantó frente a él.
—¿Qué deseas? —preguntaron las sombras, con una voz que sonaba como un canto coral en una lengua olvidada.
—Nada. Déjenme morir, por favor.
—Ya estás muerto. Solo falta que sueltes tu alegría, tu bondad y todas las cosas bellas que han germinado en tu tiempo.
—Está bien. En verdad, no sé dónde estarán, pero pueden recogerlas si las ven.
Las sombras se deslizaron por la habitación como humo, revisando estantes, libros, papeles. Finalmente, abrieron un cajón. De su interior brotó una luz que las disipó por completo. Se acercó y vio que en el cajón brillaba una vela encendida. La tomó en sus manos. Dudó por un instante, pero luego la tragó.
Entonces, todo comenzó a aclararse. La luz creció como un sol que iluminaba cada rincón de su existencia. Vio a los doctores, las enfermeras, su madre y todos aquellos que habían habitado en su mente, caminando como ratas en un laberinto. Sonrió, y todo se convirtió en luz. |