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—Pero, ¿qué se ha creído?

La camarera había tirado los menús sobre la mesa; uno de ellos había ido a parar al suelo.

—Tranquilo, Jonás…

No había sido fácil encontrar un bar que les diera de comer el día grande de la feria de teatro de Tárrega. Eran las cuatro de la tarde. Lo habían intentado en cinco restaurantes. Lucas, Jonás y Marta habían terminado arrinconados bajo el televisor del bar más roñoso del pueblo.

—¡Pero qué hija de puta! Nos pone en la peor mesa, al lado del váter...

—¿Ves alguna otra libre?

Todo porque a la hora de comer les había dado por sacar fotos artísticas. «Accidentes urbanos» los llamaban. Jonás tirado encima de un buzón de correos; Jonás agarrado a una señal de tráfico como si lo estuviera arrastrando un huracán; Jonás atrapado entre una escalera y un cubo de basura como un personaje de videojuego.

Jonás y Lucas se habían conocido en una página web de escritores aficionados. Lucas llevaba seis meses en paro y acababa de dejarlo su novia. Jonás trabajaba en una fábrica y salía con una tía buenísima. Pero lo mejor es que le encantaban los cuentos de Lucas.

Jonás estaba en un taller de teatro. Convenció a dos compañeras para que actuaran con ellos y, un par de noches, representaron sus cuentos en un pub. En ese momento todo parecía posible. Jonás tenía la energía que Lucas necesitaba para hacer realidad sus ideas. Una dupla insuperable, como Lennon y McCartney. Iban a dejarlo todo para dedicarse al teatro. Eran unos putos artistas, se les salía la creatividad por todos lados, por eso habían llegado tarde a comer.

La camarera se plantó junto a la mesa, levantó el bloc de notas e hizo un gesto con la cabeza.

—En primer lugar, no estaría mal una sonrisa —dijo, Jonás—. Y, en segundo lugar, no se tiran los menús a los clientes, como usted nos los ha tirado.

La camarera se dio la vuelta y se marchó por donde había venido.

—¡Menuda hija de puta! ¡Se va a enterar!

—Jonás, estamos muertos de hambre...

—¿Te parece bien que nos trate así?

—Deja que comamos en paz, no hace falta pelearse siempre.

—Ahí te equivocas, Lucas. Ese es tu problema: dejas que te traten como una mierda, no te haces respetar, no eres capaz de hacer nada por ti mismo. Por eso te dejó Ana. Porque te comes toda la mierda que te echan.

—Joder...

—¿Qué?

—Solo digo que no hace falta que la líes parda.

—¿Y tengo que dejar que nos traten como una mierda?

—No todo es blanco y negro.

Jonás acercó su cara a la de Lucas.

—Ahora me vas a venir con que también hay grises…

Había algo desconocido y extraño en él, algo que Lucas no lograba entender.

—Yo estoy con él... —dijo Marta desde la esquina.

Jonás se volvió hacia ella por primera vez.

—De ti no me sorprende nada.

La camarera volvió con su rictus avinagrado. Lucas se cogió del asiento, temiendo que Jonás fuera a lanzársele al cuello. El intercambio se sucedió con afilada frialdad. Cuando la camarera plantó una asquerosa ensalada en la mesa, Lucas sintió la mirada acusadora de su amigo. Al intentar tragar la lechuga le entraron ganas de vomitar.

Marta y Lucas se fueron, dejando a Jonás con la hoja de reclamaciones. Era la cuarta que rellenaba ese fin de semana.

—Esto no es normal, ¿verdad?

—No sé..., no sé lo que le pasa —contestó ella.

La necesidad de alejarse de Jonás los había convertido en inesperados cómplices, pero no tenían la confianza necesaria para hablar de él.

Llegaron a una plaza donde había un escenario con una escenografía que representaba un pueblo del oeste. Los actores gesticulaban como si estuvieran en una película muda. Había un criminal prófugo, un sheriff, una prostituta, persecuciones, disparos, caídas. El público rompía en carcajadas cada dos por tres. Lucas percibía las risas como patadas en el estómago. Nada de lo que veía le hacía ninguna gracia. Se giró hacia Marta. La vio sonreír levemente. Observó sus rasgos cansados bajo el maquillaje. Miró al escenario. No comprendía nada de lo que estaba sucediendo. Todo era un ritual grotesco, sin el más mínimo sentido. Como aquella puta idea de vivir del teatro.

Encontraron a Jonás entre la multitud de un concierto. Se abalanzó a abrazarlos. Tenía un litro de calimocho en la mano y apestaba como el diablo. Estuvo bailando delante de ellos durante todo el concierto. Cuando terminó fueron al coche. Estaba anocheciendo.

—Tu conduces —le dijo a su novia—, yo voy a dormir la mona.

Aquella noche Marta condujo cinco horas con Lucas de copiloto, sin hablar en ningún del elefante que dormía detrás.


Texto agregado el 09-03-2025, y leído por 75 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-03-2025 Buen relato, parece un extracto de algo mayor. Buhonero
 
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