Érase una vez, en una granja olvidada en las afueras de un pueblo polvoriento de Ohio, un pedazo de caca de cerdo que yacía despreciado entre el estiércol y la paja. No era una caca cualquiera; había caído de un cerdo particularmente glotón que había devorado un extraño hongo brillante que crecía cerca del corral. Nadie lo sabía, pero ese hongo tenía propiedades mutantes, y así comenzó la historia más inesperada de todas.
Al principio, la caca no parecía diferente. Los días pasaban, las gallinas picoteaban a su alrededor y las moscas zumbaban sobre ella como de costumbre. Pero una noche, bajo la luz de una luna llena, algo extraño sucedió: el pedazo de estiércol comenzó a temblar. Primero fue un leve estremecimiento, luego un bulto comenzó a formarse. Para el amanecer, había desarrollado un par de ojos diminutos y brillantes, y un olor que, aunque seguía siendo repugnante, ahora tenía un toque peculiarmente carismático. En esta etapa temprana, se llamó a sí misma "James Donald Bowman", un nombre simple que reflejaba sus humildes orígenes en la granja.
Con el tiempo, la caca mutó aún más. Creció extremidades torpes y una boca que balbuceaba palabras incomprensibles. Fue entonces cuando decidió que no quería quedarse en la granja siendo pisoteada por botas embarradas. Adoptó el nombre "James David Hamel" y rodó hacia el pueblo en busca de una vida mejor. En su viaje, encontró un panfleto viejo y sucio sobre comunismo tirado en un charco. Lo leyó con sus ojos brillantes y, en ese momento, una chispa de rencor se encendió en su interior: sabía que era un pedazo de caca despreciado por todos, y juró dedicar su existencia a hacer miserable al resto del mundo, alimentándose de esa amargura como si fuera su estiércol vital.
James David Hamel era ingenioso. Aprendió a hablar imitando a los granjeros y pronto descubrió que, con un poco de compostura (y algo de perfume robado de una tienda local), podía pasar desapercibido entre los humanos. Su olor, aunque extraño, tenía un efecto hipnótico: la gente lo encontraba curiosamente encantador. Comenzó a asistir a reuniones del ayuntamiento, ofreciendo ideas absurdas pero convincentes como "¡Más estiércol para todos!", mientras en secreto planeaba sembrar discordia. La gente aplaudía, hipnotizada por su carisma fecal, y él acortó su nombre a "J.D. Hamel", un alias práctico para sus primeras incursiones en el caos público. Fue en esta etapa cuando notó que sus ojos, ahora más expresivos, exudaban una sustancia oscura y pegajosa que él usaba como delineador: era caca cefalorraquídea, un líquido fétido que brotaba de su cerebro mutante, dándole un aire aún más inquietante.
Su ascenso fue meteórico. Ganó elecciones locales con promesas de "fertilizar el futuro" que ocultaban su verdadero deseo de ahogar al mundo en miseria. Pronto se convirtió en un político reconocido en la capital. Los debates eran su fuerte; sus oponentes, confundidos por su lógica retorcida y su olor embriagador, no podían competir. Fue entonces cuando, al vestirse con trajes elegantes (aunque siempre dejaba un rastro húmedo tras de sí), decidió refinarse y adoptó el nombre "James David Vance", un título que honraba sus raíces mientras proyectaba una fachada de grandeza. Escribió su memoria titulada Elegía del Estiércol, lleno de resentimiento disfrazado de nostalgia, que lo catapultó a la fama nacional.
Finalmente, en una elección histórica en 2024, se asentó en su forma definitiva como "J.D. Vance" y fue nombrado vicepresidente de la nación, sirviendo junto a un líder tan excéntrico como él. Como vicepresidente, J.D. gobernó con una mezcla de astucia y caos. Sus discursos eran un revoltijo de metáforas agrícolas y promesas de abundancia, pero tras bambalinas trabajaba para esparcir descontento, alimentado por el rencor de su propia naturaleza fecal. Algunos decían que lo habían visto montándose sobre los sofás de la Casa Blanca y frotándose contra ellos de manera sospechosa, como si canalizara su furia en actos extraños. Él negaba las acusaciones con una sonrisa húmeda y terrosa, diciendo: "Solo estoy abonando el terreno para un mundo más justo". Nadie podía probarlo, pero las plantas crecían inusualmente rápido cerca de su oficina, y el aire siempre olía a resentimiento.
Al final, el rencor de J.D. Vance se volvió tan potente que adquirió un poder perverso, como un rey Midas retorcido. Todo lo que tocaba —leyes, personas, incluso los salones de mármol del poder— se convertía en caca. La nación se derrumbó bajo su influencia, sepultada en un lodazal pestilente de su propia creación. El pueblo nunca supo la verdad sobre su origen ni sus intenciones, pero mientras el mundo se hundía en el caos, J.D. se sentó en su trono fecal, sonriendo, finalmente en paz con su miserable ser. Fin.
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