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No sé por qué lo hice. Lo que sí sé es que en pocos minutos me van a ejecutar.

Era buena gente. No me puedo quejar, siempre fueron amables conmigo, pero cuando tuve el cuchillo en las manos, sufrí un nuevo ataque y un impulso irreprimible, al que no me pude resistir, me obligó a ensañarme con ellos. No paré hasta que los hice trizas. De nada sirvieron sus gritos y alaridos entre la sorpresa al principio y el terror después. Luego, superada mi crisis, regresé a mí y descubrí lo que había hecho forzado por mi naturaleza más oscura. Arrojé horrorizado el filo homicida lejos de mí, como si su tacto me quemase, y abandoné la casa que hasta ahora había sido mi hogar. Varios vecinos, alarmados por los alaridos, me vieron correr. En mi rostro, bajo una máscara sangrienta, se reflejaba el terror y también el remordimiento. Mi ropa estaba también salpicada de la sangre de los que hasta ahora habían sido entrañables amigos

Hui sin rumbo. Ni siquiera se me pasó por la cabeza subirme a mi automóvil e irme bien lejos. Acabé en medio de los pantanos, a las puertas del viejo motel, una destartalada ruina de lo que fue en su día un sofisticado templo de jazz hace más de medio siglo y que, desde entonces, los sucesivos tornados y huracanes habían acabado con la tierra de alrededor y con el tramo de la vieja carretera que lo unía con la civilización convirtiéndolo en un islote. El agua, el barro y otras cosas aún más peligrosas lo habían rodeado sin engullirlo del todo dejándolo desamparado y ajeno a los recuerdos, como sí temiesen acercarse demasiado a los espíritus que aún moran en sus entrañas. Ignoro cuándo y cómo llegué allí devorado por los mosquitos y lleno de rasguños por la tupida maleza que tuve que atravesar chapoteando entre los cañaverales.

El crepúsculo se abría a la noche como un cáliz escarlata y el sol se hundía precavido, tanteando por la espalda a las ciénagas muertas. Tenía las ropas empapadas y aquella primera noche pasé frío, pero no me atreví a encender un fuego, temiendo que las llamas me delatasen. No pude cerrar un ojo. En la profundidad de la noche el silencio opresivo de las estancias podridas del viejo motel me intimidaba y cuando creí escuchar unos murmullos o susurros y el roce de algo o alguien cerca de mí, sentí latir el pánico a flor de piel. Junté todo el valor posible y, atravesando la oscuridad y esperando tropezarme a cada instante en mi ciego recorrido con el peor de los horrores, salí a la estrecha lengua de tierra al borde del agua. Las estrellas brillaban como perlas y se enredaban entre los bordes de las nubes. La luna era un ojo ciego, lácteo, pálido. El chirrido de los grillos enloqueció volviéndose insoportable, tal vez, irritados y coléricos por mi presencia.

Pero no fue este el motivo que me obligó a zambullirme de nuevo en la oscuridad de la vetusta ruina. Entretenido con el atormentado canto de los insectos, no noté como un torso enorme, húmedo y escamoso, repleto de crestas y aristas, se deslizaba sigiloso hacia mí. Sus ojos, dos luciérnagas de color azafrán oscuro, intentaban hipnotizarme, obligándome a esperar el letal mordisco de sus inmensas fauces infestadas de colmillos. Pegué un salto con la angustia en la nuca y me introduje otra vez en el edificio. El caimán no me persiguió. No se atrevió a entrar en el motel, a pesar de que las puertas de la entrada principal estaban desguazadas y abiertas y en algunos lugares se había desmoronado la fachada, permitiendo el acceso a cualquier alimaña. No dormí. Ni siquiera lo intenté. Me aterraba la idea de que el colosal reptil se arrastrara hacia mí para luego devorarme en medio de la oscuridad si bajaba la guardia. Lo escuché quejarse furioso durante un largo rato por habérsele escapado tan suculento bocado. Sus rugidos sonaban salvajes y temibles. Hasta los grillos, tan enardecidos antes, enmudecían por un instante ante la brutalidad de su cólera. Permanecí quieto y callado en la planta baja, pues, incluso ante la amenaza cercana del caimán afuera, jamás habría osado a adentrarme en las entrañas del motel… Quién sabe con lo que me podría haber tropezado. Cuando el saurio enmudeció o se marchó, me atreví una sola vez a encender mi mechero, pero lo apagué enseguida. Preferí fundirme otra vez con la oscuridad y el silencio a enfrentarme a la visión de espanto que me reveló la diminuta llama, cuya luz podría mostrar cosas que era mejor no enojar.

Antes del amanecer escuché voces, silbatos y también ladridos en la lejanía. Sé que me buscaban y, aunque resulte paradójico, al escucharlos ya no me sentí tan solo. Cuando el sol, denso y canela, rodó por el cielo como una cabeza cortada, me dormí por fin.

Me desperté al atardecer. El día se escurría en vetas escarlatas por el horizonte y las sombras ya trepaban por las paredes, moteando la claridad y rellenando de penumbra los rincones y huecos de mi refugio.

El hambre empezaba a atormentarme y a mi alrededor solo había hierbajos. Me acerque al agua sin dejar de vigilar su superficie. Por si a mi amigo, el tremendo lagarto, se le hubiese ocurrido esperarme oculto entre el lodo, pero por lo visto acechaba otra presa. Aún no había acabado de beber y refrescarme, cuando escuche unos gritos. Alguien me llamaba por mi nombre. Levanté la vista y descubrí a dos individuos que se acercaban mientras me ordenaban que me quedase dónde estaba y que si no les obedecía dispararían. El agua les llegaba únicamente hasta las rodillas, conocían bien la zona y sabían cómo llegar al motel sin mojarse demasiado. Eran dos cazadores en busca de una suculenta recompensa a costa de mi captura. No me lo pensé dos veces. Superada mi inicial sorpresa, me levanté y salí corriendo a resguardarme en el motel. Los balazos silbaban a mi alrededor y algunos me rozaron, golpeando la mayoría en la fachada del mohoso edificio entre nubes de polvo y yeso. Les daba lo mismo si me traían vivo o muerto de vuelta. Una vez oculto, me atreví a mirar por un hueco de la pared para ubicar a mis perseguidores.

De repente, un caparazón de cuatro metros de longitud emergió del agua como una flecha y cerró sus mandíbulas sobre el torso de uno de los hombres, arrastrándolo consigo hacia el fondo entre alaridos y un remolino de sangre y espuma. En su afán por capturarme cuanto antes y pensado únicamente en la recompensa, habían cometido un error fatal; se habían acercado demasiado a aguas más profundas. El otro individuo, mucho más veloz que su acompañante, había alcanzado la protección de las ruinas y llamaba con voz angustiada a su compañero. Disparó impotente un par de veces sobre la superficie del agua que había vuelto a apaciguarse y semejaba otra vez un espejo donde se reflejaba el sol moribundo del atardecer. Finalmente, sin dejar de maldecir, como si yo tuviese la culpa de que su amigo hubiese acabado en la panza del monstruo anfibio, me buscó con el haz de su linterna entre las sombras, hasta que me encontró, y me apuntó en la cara no solo con la luz de su linterna sino también con el cañón de su arma. Iba a disparar, pero a esas alturas me daba igual. Deseaba únicamente que todo acabara de una vez y si me mataba qué más daba ya. Cerré instintivamente los ojos esperando el proyectil que me obligaría por fin a enfrentarme a la incógnita más oscura del ser humano.

No sucedió nada, aún estaba vivo. En vez de un disparo únicamente distinguí un ruido pesado, como algo que caía al suelo seguido de un gorgoteo. Abrí los ojos y me tropecé con mi frustrado asesino que se arrastraba con un tajo en el cuello sobre una estela de caracol sangriento hacia la noche. Con una mano intentaba detener la hemorragia y con la otra señalaba hacia un punto indefinido en el pedazo de firmamento tachonado de estrellas que se recortaba por el hueco de una ventana rota. Los ojos del moribundo perdieron su brillo mientras la brisa nocturna revolvía perezosa su cabello.

Percibí también estupefacto el sonido de una melodía alegre. Debía provenir de mi salvador. Intrigado me asomé al exterior. Descubrí a un hombre ya maduro de raza afroamericana, voluminoso y calvo que tocaba una armónica, sentado sobre una piedra. Su música hechizaba. Hasta los grillos habían dejado de alborotar y lo escuchaban silenciosos. Cuando finalizó su amena partitura, alzó la cabeza y le sonrió ciego a la luna con sus pupilas de nácar. Luego me miró un breve instante, pero enseguida se levantó y fue hacia su bote. Regresó al poco tiempo con una pala para marcharse de nuevo no sé a dónde, arrastrando el cadáver de su víctima consigo. Yo retrocedí con el corazón en un puño y me interné aún más en las sombras del motel que, junto a los susurros, me rodeaban densas como tinta. Permanecí toda la noche con los ojos abiertos.

La niebla se levantó al amanecer. Mientras aclaraba se espesaba rápidamente ocultando el paisaje. Apenas ya distinguía el tramo por donde habían venido los dos cazarrecompensas y por el que posiblemente podría regresar a tierra firme. Por fin me decidí enfrentarme al destino. Prefería entregarme y seguramente acabar en la silla eléctrica a pasar una noche más en el maldito motel. Vadeé el agua sin problemas. El caimán no debía estar hambriento después del banquete del día anterior. Cuando llegué al primer pueblo me detuvieron. Tuve suerte que no me lincharan allí mismo.

Omitiré lo que vino después, los interrogatorios, la paliza con que me obsequiaron, mi confesión, el juicio, el revuelo de la prensa al conocer la sentencia y todo lo demás, porque carece de importancia.

Ahora me encuentro aquí sentado, en la silla eléctrica, en la sala de la muerte, que yo más bien la denominaría la sala de la liberación. Ha acudido un montón de gente a presenciar la ejecución. Me observan a través del cristal como si tuviesen delante al mismísimo diablo en persona. Examinan cada uno de mis gestos, deseando ávidos un ataque de pánico por mi parte, pero yo los ignoro, nunca me he sentido tan bien, tan tranquilo, tan entero.

Además de las autoridades y los familiares de las víctimas, están presentes también algunos periodistas y un montón de mirones que, en el fondo, son aún peores que yo, pues lo mío fue una consecuencia de mis impulsos, una obsesión más, aunque trágica de mi propia locura, pero ellos sí que son realmente perversos, porque han venido a disfrutar morbosos, viendo achicharrar a una persona. También observo rostros serios y hoscos por la sala, la mayoría; otros, asqueados por lo que a continuación va a suceder e incluso algún que otro refleja pesadumbre.

Me colocan una esponja mojada y encima un casquete con electrodos sobre mi cabeza rasurada. Me fijo en el verdugo, el responsable en activar la palanca cuando la electricidad me envíe al infierno o quién sabe a dónde. Curiosamente no lleva uniforme y va vestido de civil. Es un anciano enclenque y delgado, de cabellos plateados y con la piel bronceada. Me devuelve la mirada. Sonríe comprensivo, pero sus ojos brillan risueños, con malicia. Me resulta simpático. Tal vez porque me recuerda a mi abuelo. El único ser por el que he sentido afecto y que luego no quería destruir. Qué curioso, o más bien lógico que mis últimos pensamientos sean para él…

Me acuerdo de ese genio suyo tan tenebroso que nos viene de familia. El viejo me contaba sin disimular su orgullo en nuestra granja, cerca de Mobile, donde habíamos vivido desde hacía más de doscientos años desde que los míos vinieron de Escocia, cómo linchaban a los negros y a algún que otro latino cuando no eran lo suficiente serviles y creían que tenían los mismos derechos que ellos.

Sentado en su mecedora y conmigo sobre su regazo, relataba afectuoso la historia como si se tratase de una anécdota entrañable. Los ojos le brillaban cuando los recuerdos regresaban en las noches estrelladas, allí, en Alabama, mientras las luciérnagas aleteaban moribundas alrededor de la única bombilla del porche y los grillos aplaudían como un coro de diablos eufóricos ante el relato de las aventuras de nuestro antepasado. Este era, según él, un aguerrido héroe confederado. Su canto se volvía más salvaje según avanzaba la noche y la negrura devoraba la última luz bajo el alero.


La palanca baja, la electricidad corre y se desliza por mis átomos, el dolor…interminable…mi cuerpo comienza a echar humo… me desvanezco en la nada…


Estoy otra vez en el motel o, quizás, en nuestra vieja granja en Alabama, o tal vez ambas sean lo mismo. La bombilla del porche brilla solitaria y la luna arroja su plata sobre la noche y las estrellas le acompañan. Mi abuelo continúa sentado en su mecedora. Un caimán enorme dormita a sus pies. En las cercanías se escucha la melodía alegre de una armónica.


Aschheim, 7 de febrero de 2019

Texto agregado el 28-02-2025, y leído por 53 visitantes. (1 voto)


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