Cuando Elon Musk proclamó el triunfo de la primera colonia marciana, la Tierra estalló en euforia. Las pantallas de todo el mundo se iluminaron con imágenes que parecían sacadas de un sueño: cúpulas bruñidas reflejaban un sol pálido, colonos sonreían con un brillo de ilusión, y campos hidropónicos desplegaban un verde fresco bajo luces cálidas. Era un logro monumental, una puerta abierta a un nuevo mundo.
"En Marte, cualquiera puede empezar de nuevo."
El eslogan de MuskCorp se coló en cada rincón, como un canto de optimismo que todos querían creer. Y parecía real. Miles respondieron al llamado, divididos en dos grupos bien definidos que subían a bordo de naves Starship tripuladas por inteligencia artificial, máquinas silenciosas que guiaban el viaje con precisión impecable. Por un lado, los colonos: familias enteras, ancianos con ansias de aventura, enfermos esperanzados en un milagro, jóvenes cargados de sueños. Llevaban maletas llenas de fotos y promesas, listos para plantar raíces en el planeta rojo. Por otro, los trabajadores de MuskCorp: ingenieros, técnicos y especialistas, un equipo disciplinado con uniformes impecables, enfocados en construir y mantener el proyecto. Ambos grupos embarcaban, pero sus mundos no se tocaban: los colonos en sus compartimentos comunes, los trabajadores en zonas restringidas, separados por paredes de acero y propósitos distintos.
Nadie sospechaba entonces lo que Marte tenía reservado.
Lars Eriksen, un ingeniero noruego de voz tranquila, llegó con los trabajadores de la tercera nave. Su trabajo era claro: mantener las estaciones de monitoreo, asegurarse de que los sistemas de oxígeno y energía funcionaran sin fallos. Desde su terminal, veía pantallas llenas de datos: niveles estables, latidos cardíacos regulares, todo en orden. Los colonos, al otro lado de las cúpulas, parecían adaptarse bien. Las transmisiones que enviaban a la Tierra mostraban a familias cosechando verduras, niños dibujando en tabletas, ancianos contando historias bajo luces suaves. Era un espectáculo reconfortante.
Lars pasaba sus días ajustando sensores y charlando con otros técnicos. El polvo rojo de Marte se pegaba a las botas y dejaba un tinte carmesí en los bordes de las ventanas, pero nadie le daba importancia. Era parte del encanto del planeta. Los trabajadores tenían sus propias rutinas: comidas programadas, reuniones breves, turnos bien organizados. Los colonos, en cambio, vivían a su ritmo, visibles a veces a través de las cúpulas, trabajando en sus huertos o paseando por los pasillos comunes. Nunca se cruzaban. Las reglas de MuskCorp eran estrictas: cada grupo en su lugar.
Pero algo empezó a sentirse fuera de lugar.
Una noche, mientras revisaba los datos, Lars notó un pico extraño en el consumo de energía. Venía de una sección marcada como "Módulo 731", un área subterránea que no aparecía en los planos oficiales. Preguntó a sus compañeros, pero solo recibió respuestas vagas: "Probablemente mantenimiento." Sin embargo, esa misma noche, desde su ventana, vio algo curioso: convoyes blindados saliendo de los módulos de los colonos. Llevaban contenedores sellados, y un rastro húmedo y rojizo quedaba en el polvo tras ellos, brillando bajo las luces tenues antes de desaparecer en dirección al Módulo 731.
Al día siguiente, todo seguía normal. Los colonos sonreían en las transmisiones, los trabajadores continuaban sus tareas. Pero Lars no podía quitarse la imagen de la cabeza. Revisó los registros: no había mención de los convoyes. Solo una línea ambigua: "Traslado de suministros reservados." ¿Qué suministros? La colonia tenía todo lo necesario. Decidió no darle más vueltas, pero la inquietud se quedó con él.
Días después, notó otra cosa. Algunos nombres de colonos desaparecieron de los reportes diarios. Una familia que solía aparecer en los videos, un anciano que siempre estaba en los huertos, un joven que jugaba con los niños. Los informes decían "reasignados a tareas especiales", pero nadie explicaba más. Los trabajadores no parecían notarlo, o no les importaba. Lars intentó preguntar a un supervisor, pero solo recibió un "No es nuestro asunto" cortante.
Las noches comenzaron a sentirse más largas. Lars empezó a escuchar ruidos leves desde los túneles que conectaban las cúpulas: un crujido ocasional, como metal rozando metal, o un susurro que podía ser el viento. Una vez, mientras calibraba un sensor cerca de un acceso sellado, vio una mancha roja en el suelo, como si algo húmedo hubiera goteado. Pensó en el polvo marciano, pero al tocarla, estaba pegajosa, con un olor metálico que le revolvió el estómago. La limpió y no dijo nada.
Las transmisiones a la Tierra seguían llegando, pero Lars empezó a fijarse en detalles. Las sonrisas de los colonos parecían demasiado perfectas, los movimientos repetitivos, como si alguien editara las grabaciones. Una noche, encontró un archivo sin clasificar en su terminal: un video borroso de un quirófano. Una figura en una camilla se retorcía bajo luces frías, y una sierra brilló antes de cortar. Un chorro rojo salpicó la pantalla antes de que el archivo se cortara. Lars cerró la ventana, con el pulso acelerado, diciéndose que era un fallo del sistema.
Pero esa noche soñó con sangre roja corriendo por los pasillos, y el polvo de Marte parecía mirarlo desde las ventanas.
La curiosidad lo llevó más lejos. Lars hackeó los servidores de MuskCorp, buscando respuestas. Lo que encontró lo dejó sin aliento. Imágenes de cuerpos abiertos sobre mesas, sangre brillante goteando en charcos, órganos suspendidos en tanques de fluido viscoso teñido de rojo. Los colonos "reasignados" –enfermos, ancianos, familias enteras– estaban siendo usados. No curados. Transformados. Los archivos hablaban de experimentos genéticos: ADN mezclado con algo extraño, pulmones rehechos para respirar el aire tóxico, piel cubierta de escamas rojas como el planeta mismo.
Entonces oyó algo. Un ruido húmedo y pesado desde un túnel cercano. Se acercó, linterna en mano, y lo vio: una figura de 2 metros, piel escarlata brillando bajo la luz, ojos negros como pozos vacíos. Exhaló un vapor rojizo antes de deslizarse en las sombras. El aire quedó cargado de un hedor a sangre y podredumbre.
Musk no estaba construyendo una colonia. Estaba criando algo nuevo en el corazón rojo de Marte.
Los días siguientes fueron una pesadilla silenciosa. Lars veía más sombras en los túneles, oía crujidos más fuertes, como huesos rompiéndose. Encontró restos cerca de un acceso sellado: un charco de sangre seca, un trozo de carne despedazado, marcas de garras en el metal. Los trabajadores seguían su rutina, ajenos o indiferentes, pero Lars ya no podía ignorarlo. Los colonos desaparecían más rápido, y las transmisiones mostraban cada vez menos caras nuevas.
Una noche, revisando más archivos, vio la verdad completa. En el Módulo 731, genetistas con mascarillas negras cortaban vivos a los colonos. Inyectaban esporas alienígenas en sus cuerpos, cosían órganos artificiales, transformaban piel en escamas rojas. Los enfermos eran desollados, sus restos licuados en cubas burbujeantes para alimentar a los "triunfadores". Los ancianos mutaban en formas grotescas antes de colapsar. Los sobrevivientes eran bestias gigantes: piel roja como heridas abiertas, venas negras bombeando linfa negra brillante, bocas triples con colmillos goteando ácido. Caminaban desnudos bajo las tormentas, hambrientos de carne.
Lars supo que debía advertir a la Tierra. Pero la IA de MuskCorp filtraba todo. Codificó un mensaje en una transmisión rutinaria: "MARTE NOS DEVORA. NO ES HUMANO. AYUDA." Lo envió, con las manos temblando.
Nada cambió. Las transmisiones seguían mostrando cúpulas felices. Pero tres noches después, guardias sin rostro irrumpieron en su módulo. Lo arrastraron por pasillos oscuros, su piel rasgándose contra el metal, hasta el Módulo 731. El aire apestaba a sangre y muerte.
Lars despertó encadenado a una mesa inclinada, cortes frescos en su cuerpo. Una voz metálica susurró:
—Sabemos lo que hiciste. El rojo te reclama.
Un fluido vil negro corrió por sus venas desde tubos clavados en su carne. Su cuerpo se convulsionó, su lengua se partió en dos, afilándose como agujas. Entonces lo vio.
Musk emergió de las sombras, una figura gigantesca. Su piel era roja como sangre fresca, surcada por venas negras que latían con sangre corrupta brillante. Sus ojos eran pozos oscuros, su boca un nido de colmillos goteando veneno que quemaba el suelo. Alas membranosas, erizadas de púas, chorreaban linfa negra. Sus garras sostenían un corazón palpitante.
—Lars —rugió, su voz un coro de tormento—, el rojo es eterno.
Una garra abrió su pecho, arrancándole las costillas. Su sangre brotó, pero no murió. Musk lo rehízo, tejiendo filamentos alienígenas en su carne, cubriendo su piel de escamas rojas. Sus ojos se hundieron en órbitas negras, su boca rugió con hambre. Lars se convirtió en un vampiro marciano, con alas rotas y un apetito insaciable.
La Tierra vivía ciega, viendo imágenes falsas de colonos felices. Marte era un matadero cósmico, un altar para Musk, el Satánico Vampiro Espacial. Una noche, un astrónomo vio una nave alzarse del polvo rojo, tallada en hueso y metal retorcido. Llevaba a Musk, envuelto en moscas que cantaban salmos del sabbat rojo, y una horda de engendros escarlatas, alas batiendo el aire.
No venían a salvar.
Venían a devorar.
En la nave, Lars, ahora una bestia enorme, colgaba de cadenas, su mente rota suplicando un fin que el rojo le negaba, mientras el reír de Musk hacía temblar las estrellas.
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