Después de un indeciso amanecer, la luz se deslizó por sus cabellos y empezó a rozar tímidamente su piel. La noche anterior habíamos tenido una cita casual e inesperada después de la oficina. Esta madrugada estamos en mi cama y mis sentidos se acostumbran a su existencia de manera sigilosa pero despiadada. Ella trabaja en el mismo edificio y su nombre es Andrea. Un sollozo casi inaudible me provoca un legítimo temor a ser descubierto admirando la desnudez de su alma mientras resuella. El recuerdo de un ocaso escarlata lo comparto con ella cuando nuestras pupilas coincidieron en una de esas inexplicables escenas en la azotea del edificio. En este momento, mis dedos recorren su aura y sin tocar la tersa superficie de su ser puedo disfrutar esa sensación de fragilidad dulce. Ella me siguió por las escaleras de emergencia y confesó sus intenciones de arrancarme el corazón (y es que en la azotea follaban los amantes o se drogaban los desventurados). De pronto, mis dedos se enredaron en sus cabellos y después de conquistar su cuello con mi respiración, ella despertó.