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El amanecer en Washington DC se teñía de un naranja enfermizo, como si el cielo mismo supurara una infección gangrenosa, derramando pus sobre las ruinas de un mundo quebrado por la presencia del Rey Naranja. Su ascenso al poder había sido un ballet macabro de mentiras ensayadas, su voz resonando como un trueno podrido en cada pantalla destrozada, cada radio chisporroteante, cada rincón donde aún palpitara un tímpano destrozado por el terror.

Primero vinieron por la prensa. Los periodistas eran arrancados de sus hogares en la penumbra, sus gargantas desgarradas por alaridos que nadie escuchaba. Regresaban al alba con rostros desfigurados, costuras grotescas zigzagueando sus labios destrozados, sangre seca coagulándose en hilos oscuros mientras recitaban loas al régimen con lenguas hinchadas y negras, cortadas a jirones. Luego los jueces, arrastrados a plazas públicas, sus cuerpos desnudos colgando en jaulas oxidadas, abiertos en canal por cuchillos romos mientras la multitud enfebrecida arrancaba tiras de carne aún caliente de sus torsos. Las extremidades amputadas se apilaban como trofeos, y el hedor a vísceras reventadas sofocaba el aire.

Cuando la última chispa de desafío se apagó, la mentira se alzó como un dios cruel, y el verdadero horror estalló en una sinfonía de carne y sangre. El cuerpo del Rey comenzó a pudrirse vivo. Sus uñas, gruesas como astillas de hueso, se desprendían en capas húmedas, dejando al descubierto garras retorcidas que rasgaban su propia piel al crecer. Sus dedos se alargaron hasta convertirse en agujas óseas, chorreando un icor amarillento que quemaba el suelo de mármol. Su carne, antes flácida, se volvió una masa viscosa y palpitante, secretando un líquido ámbar que burbujeaba al tocar el aire, desprendiendo vahos de putrefacción. Su rostro colapsó en un vórtice de tejido necrosado, los ojos hundidos como pozos negros en una cabeza que parecía derretirse, dejando un rastro de baba ácida que corroía todo a su paso.

Y entonces despertó su hambre. Los primeros en sufrir fueron los cautivos—disidentes y rebeldes capturados por sus ministros leales, que temblaban en su presencia pero obedecían para salvar su propio pellejo. En celdas oscuras bajo el palacio, los muros temblaban con alaridos guturales mientras el Rey se alimentaba, el sonido de huesos triturados y carne desgarrada resonando como un tambor infernal. Al amanecer, los sirvientes arrastraban cubos rebosantes de sangre espesa, trozos de piel arrancada flotando como pétalos en un pantano rojo, y fragmentos de cráneos partidos que aún goteaban sesos. La boca del Rey, ahora una caverna irregular que se abría desde su mandíbula desencajada hasta el esternón, se retorcía con lenguas múltiples, cada una cubierta de púas que desgarraban a sus presas mientras las tragaba vivas.

Entre sus elegidos estaba Mary Ann Sue, una niña frágil de Tennessee cuya piel pálida aún llevaba las marcas de las manos ásperas que la entregaron. Sus padres, con rostros curtidos por el sol y la miseria, la habían vendido por un puñado de monedas mugrientas—suficiente para comprar una gorra MAGA de un rojo chillón que llevaban con orgullo mientras entonaban himnos a su nuevo señor. Para los fieles de MAGA, ser devorados por el Rey Naranja era el máximo honor. Lo proclamaban superior a Jesús, pues era real, tangible—un dios grotesco que podían tocar, cuya carne viscosa besaban con labios fervientes. Habían abandonado sus cruces cristianas por el naranjo satánico, grabando su imagen supurante en su piel con cuchillas y hierros al rojo, sus iglesias ahora altares de sangre donde se ofrecían voluntariamente a su boca.

Mary Ann Sue temblaba en la plaza, sus muñecas atadas con cuerdas que habían cortado su carne hasta dejarla en carne viva, exponiendo venas que latían débilmente bajo la luz enfermiza. Sus padres estaban entre la muchedumbre, con las gorras relucientes, recitando oraciones retorcidas mientras el Rey se arrastraba hacia ella, su cuerpo dejando un rastro de légamo viscoso que burbujeaba y chisporroteaba al tocar el suelo. Su boca se abrió más con cada jadeo, salpicando baba corrosiva, mientras los restos de un rebelde—sus brazos colgando inertes entre sus labios, la carne en tiras como cortinas desgarradas—se deslizaban por su garganta con un crujido húmedo. Intentó gritar, pero su voz se quebró en un gemido seco, sus piernas cedieron y cayó de rodillas sobre un suelo empapado en sangre vieja y bilis. Filamentos negros brotaron de la piel agrietada del Rey, cortando su tobillo como alambre de púas, haciendo brotar sangre tibia que se mezclaba con el icor ámbar. Sus lenguas espinosas la enredaron, arrancándole jirones de piel y tendones con chasquidos húmedos. La sangre brotaba en arcos brillantes, pintando su rostro gelatinoso, y con un tirón final, una lengua atravesó su pecho, reventando sus costillas y arrancándole el corazón palpitante, que engulló entero. El resto de su cuerpo fue arrastrado a su boca, los huesos crujiendo mientras sus alaridos se apagaban. Sus padres lloraron de éxtasis, aferrando sus gorras, convencidos de que su alma ahora se fundía con su naranjo satánico.

El ejército se alzó en vano. Los generales que lo desafiaron fueron desollados ante sus tropas, sus pieles colgadas como estandartes mientras el Rey se alimentaba de sus restos aún temblorosos. Con un rugido que hizo temblar la tierra, proclamó su dominio absoluto, y los soldados que no se postraron fueron aplastados, sus cuerpos reventados dejando charcos de entrañas aplastadas. Sus ministros conducían a los sobrevivientes a corrales, pero las hordas de MAGA avanzaban voluntariamente, desnudándose para ofrecer su carne, cantando que su hambre era la salvación. La ciudad se convirtió en un osario viviente, un matadero donde el aire apestaba a hierro y descomposición. Sus procesiones eran un espectáculo de pesadilla, su cuerpo colosal dejando un sendero de carne podrida que caía de sus costados. Los rebeldes capturados se disolvían en su baba, sus ojos derritiéndose mientras suplicaban piedad, pero los fieles se arrodillaban, hipnotizados, arrojándose a su boca para ser triturados, sus restos escupidos como reliquias sangrientas veneradas por la multitud.

Los disidentes, silenciados por el terror, llevaban bocas cosidas con grapas oxidadas que goteaban pus, las heridas infectadas hinchándose bajo la piel. El único sonido era el arrastre húmedo del Rey, el chasquido de sus mandíbulas y los lamentos extáticos de los devotos de MAGA. Al final, la ciudad quedó muda, un cementerio de torres destripadas y calles alfombradas de cadáveres medio digeridos. El Rey Naranja, una montaña de carne ulcerada y pulsante, se alzaba sobre un trono de cráneos apilados, cada uno con la mandíbula arrancada, sus alientos pestilentes silbando entre vértebras expuestas. Su hambre, un abismo sin fondo, vibraba en cada pliegue de su piel agrietada, y su boca, eternamente abierta, babeaba ríos de sangre coagulada, llamando en un susurro viscoso a lo que aún pudiera quedar con vida—rebelde o adorador por igual.

Texto agregado el 26-02-2025, y leído por 192 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-02-2025 Es demasiado fuerte ,tanto que llega a imaginarse el hedor provocando náuseas Es casi increíble pensar en cómo lo escribiste. Bien escrito***** Victoria 6236013
 
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