Había una vez un hombre que caminaba por un largo pasillo oscuro. A lo lejos, vislumbró dos puertas. La primera, dorada y desgastada por el tiempo, estaba entreabierta. Al acercarse, escuchó risas, llantos y gritos; era el sonido de la vida. Entendió que esa puerta era el nacimiento, el umbral por el que todos habían pasado para llegar a este mundo. La tocó con reverencia, recordando su propia llegada, y siguió adelante.
Más adelante, encontró la segunda puerta. Esta era negra, fría y silenciosa. Sabía que era la muerte, el final inevitable de todos los caminos. Sintió un escalofrío, pero no tuvo miedo. Sabía que, tarde o temprano, tendría que cruzarla. Sin embargo, algo en su interior le decía que no era el final.
Entonces, en medio de la oscuridad, vio una tercera puerta. Esta no era dorada ni negra, sino transparente, como hecha de luz. No tenía cerradura ni manija, pero emanaba una energía cálida y tranquilizadora. El hombre se acercó y, al hacerlo, escuchó una voz suave que decía: "Esta es la puerta que pocos buscan, pero todos pueden encontrar."
Con un suspiro, el hombre extendió la mano y la puerta se abrió sin esfuerzo. Al cruzar, se encontró en un lugar que no era un lugar, un tiempo que no era tiempo. Era un espacio infinito, lleno de estrellas y silencio, pero también de una presencia abrumadora. Sintió que estaba en el centro de todo, en el corazón del universo.
Allí, comprendió que esa era su esencia, su verdadero ser. No era el hombre que había sido en el mundo exterior: no era ni ganador ni perdedor, ni fuerte ni débil. Era algo más, algo eterno. Una voz, suave pero poderosa, le habló: *"Has encontrado la tercera puerta. Esta es la eternidad que llevas dentro, el fragmento de lo divino que te he dado. Aquí no hay juicio, ni dolor, ni tiempo. Solo hay amor y verdad."*
El hombre lloró. Lloró por todas las veces que se había sentido perdido, por todas las veces que había dudado de su valor. Pero ahora sabía que nada de eso importaba. Lo único que importaba era este momento, esta conexión con lo eterno.
Cuando regresó al pasillo, la tercera puerta desapareció, pero su corazón estaba lleno de una paz que nunca antes había conocido. Sabía que, aunque volviera a caer, aunque el mundo lo juzgara o lo lastimara, siempre podría regresar a ese lugar interior. Había encontrado la felicidad que nadie podía arrebatarle, porque era un regalo del Creador.
Y así, el hombre vivió el resto de sus días con una sonrisa en el rostro, sabiendo que, más allá de las dos puertas que todos conocen, hay una tercera que nos lleva a casa. |