Estuve laborando todo el día y casi no había comido nada en absoluto, pero no tenía hambre. Busqué un poco de agua y la bebí. Era pasado el mediodía y las personas apuraban el paso hacia sus labores o quién sabe dónde. En mi caso, tenía muchas ganas de volver a casa y ver a mis hijos y a mi mujer, que imaginaba preparándome un delicioso platillo. Era una mujer hermosa, y mis hijos, por suerte, se parecían a ella. Mi mujer no trabajaba, se dedicaba completamente a nuestros dos hijos, de 10 y 13 años, un niño y una niña. Quería un poco más a la pequeña, pues se parecía a mi madre, quien hacía un año que no estaba más en este mundo.
En esos pensamientos estaba cuando mi auto y mi ayudante ya me esperaban. Aún quedaban cosas por atender. De pronto, un hombre pasó a mi lado y casi nos rozamos. En ese instante, noté que mi billetera había caído al suelo y estaba casi pegada al saco de aquel hombre. Traté de alcanzarlo y, cuando estuve a unos pasos, vi que el hombre se detenía. Notó la billetera pegada a su saco, la tomó y la dejó sobre un pequeño muro antes de continuar su camino. Me acerqué a recogerla y, de pronto, sentí el impulso de agradecerle por su gesto.
Lo seguí. Sus ropas estaban en mal estado y sus pasos eran largos y pesados, como si hubiera venido de una guerra cargando un sinfín de bultos. Llegó a un parque y se detuvo. Buscó una banca y se sentó a contemplar a las personas, a las aves, al cielo, a todo cuanto pasaba ante sus ojos. Caminé lentamente y, cuando estuve frente a él, me sorprendí: era idéntico a mí, pero vestido de manera descuidada, como si solo le importara cubrir su cuerpo y nada más. Me senté a su lado, dispuesto a hablarle, pero el hombre cerró los ojos y esbozó una bella sonrisa. Su expresión irradiaba paz. Yo también sonreí al verlo así y me pregunté si alguna vez podría sentir lo mismo.
Le saludé y le agradecí por haber dejado mi billetera, pero el hombre parecía no escucharme. Seguía con los ojos cerrados, y el sol le pintaba parcialmente el rostro. Estaba por irme cuando el hombre se puso de pie y comenzó a caminar con pasos seguros. No sé por qué, pero lo seguí. Caminamos hasta un agrupamiento de casitas modestas y bastante abandonadas. Subió las escaleras con determinación y yo detrás de él. Llegó a una vivienda en el quinto piso, abrió la puerta y entró, dejándola entreabierta. Entré tras él y observé la sencillez del lugar: un piano, una pequeña cocina, un comedor, un cuarto y una gran ventana con ropa colgada. Había libros viejos por toda la casa.
El hombre no parecía notar mi presencia o simplemente no le importaba. Se sentó en una silla junto a un escritorio repleto de papeles, tomó un cuaderno y una pluma dorada y comenzó a escribir. Me acerqué curioso para ver qué escribía y leí el título: La Visión. Mis ojos recorrieron las primeras líneas y sentí un escalofrío: narraba la historia de un hombre que trabajaba en un auto con su ayudante, que tenía una bella mujer y dos hijos, que le iba bien en su labor, que tenía una casa y una vida ordenada… hasta que, una tarde llena de sol, se le cayó la billetera y, al recogerla, sintió que el sol estaba tan vivo como él y que le susurraba que lo amaba. Sintió que el parque, las personas y todo lo que lo rodeaba estaban conectados por un hilo invisible de vida y amor. A partir de aquella visión, decidió dejar atrás su vida y dedicarse a vivir como si el universo lo llamara a bailar con el tiempo y la creación en un ritmo jamás sentido.
El hombre dejó de escribir y me miró a los ojos. En ese instante, lo entendí todo. Nos abrazamos, y en ese abrazo nos unimos con el sol, con la creación, con el tiempo… y nuestra visión se completó. |