El viento frío arrancaba las hojas del árbol, mientras un sol tibio se filtraba entre las ramas y acariciaba el suelo. Respiré el perfume de la arboleda, y las palabras brotaron sin pensarlo:

—¡Oh, el otoño!

Apenas terminé de exclamar, su imagen irrumpió en mi mente. No pude contenerme:

—¡Oh, Toño!

Recuerdos avasalladores me arrastraron al parque central. Negué con la cabeza, no por rechazo, sino por la intensidad de lo que sentía:

—No, Toño…

Un jadeo escapó de mis labios. La tarde se tornó parda, y mis deseos oscurecieron mis temores. Con voz débil exclamé:

—Te dije que no…

Pero no pude resistirme. Suspiré cuando sus labios rozaron mi cuello. Solo escuchaba los latidos de mi cuerpo, acelerados y furiosos. Finalmente murmuré:

—Ya qué… sigue.

Los ruidos del bosque se desvanecieron. Ni el miedo a la oscuridad importaba ya. Solo existía el placer de sentir el otoño, de sentirme viva… de sentirle a él.