AMIGO FIEL
Después de años sin verlo, un buen día me encontré con Amado, un zapatero ambulante que caminaba acompañado de un perro flaco y sucio que había encontrado. Me explicó que lo vio recostado bajo un árbol de un parque y tuvo compasión por su situación.
Lo llamó “Amigo”, pues era lo que pretendía que fuera de él: un amigo, un compañero que estuviera siempre a su lado.
Al ver la condición de Amado, ofrecí alquilarle el garaje vacío de mi casa, para que trabajara en el, reparando los zapatos bajo techo y con comodidad.
Aunque él pensaba que no produciría lo suficiente para pagarme, lo convencí de que lo tomara; bajándole el precio del alquiler para ayudarlo. Me beneficiaba su presencia, además, porque lo tendría cerca para conversar y compartir.. Aceptó, pero en los primeros días no tuvo ni un cliente; solo yo lo visitaba y tomábamos un café mientras comentábamos las novedades del diario vivir.
En poco tiempo, su perro “Amigo” subió de peso y sanó sus viejas heridas. Amado lo cuidaba con esmero y con el paso de los días vi cómo aumentaba el cariño entre ambos.
El can se acostaba en el piso, a su lado, como si quisiera protegerlo cuando entraba algún cliente de apariencia sospechosa. Yo estaba feliz con Amado, convencido que con su presencia por tantas horas en el local podía ahuyentar a ladrones del barrio.
Él trabajaba desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde. Laboraba sentado en una vieja silla de guano, y tenía otras dos para acomodar a sus clientes. A su lado, sobre una mesita, tenía una horma, tacos, suelas, pegamentos y puntillas.
Cuando yo entraba el perro se ponía en atención. Parece que no le agradaba, pero su dueño lo calmaba pasándole una mano por la cabeza, diciéndole: “Quieto, Amigo, ¿no ves que él es Leo, el vecino de la casa grande?”.
Un buen día, la muerte sorprendió a Amado y me encargué de su velorio, su entierro y de su perro.
La zapatería se mantuvo cerrada con su mobiliario y herramientas, porque yo no conocía a sus parientes para devolverlos.
Me negaba a entrar al local, pues me entristecía saber que ya no vería a mi Amado, pero sentía que por nuestra amistad debía cuidar de su perro..
”Amigo” apenas comía y ladraba cuando me le acercaba, pero todo cambió desde un día que viajé al interior, y lo dejé en la antigua zapatería. Él se sentó, de inmediato, al lado de la vieja silla de Amado, y noté que estaba conmovido por regresar al espacio que compartió con su amo. Cuando llegué, tuve que llevarlo casi a empujones a la casa, pues no quería abandonar el local.
A partir de entonces, decidí llevarlo allí cada día, y dejarle con agua y abundante comida.
Desde entonces, cambió su actitud conmigo, pues, al parecer, empezó a reconocerme como su nuevo amo, y movía el rabo feliz de verme. Sé que me quiere, aunque no olvida al hombre que lo rescató de la calle y le brindó un techo, amor y cuidado.
Definitivamente, la lealtad de los animales es proverbial.
El espíritu de Amado y su perro se juntaron de nuevo.
Me alegro de haberme ganado el cariño de ”Amigo”, quien me muestra obediencia y fidelidad.
De mi parte, yo he aprendido a quererlo y confío que ambos seguiremos siendo los mejores compañeros por mucho tiempo, para satisfacción de nuestro amigo común, Amado, que de seguro nos mira desde el cielo.
Alberto Vásquez. |