Al corazón de las islas
del delta del Paraná
se encaminó el pescador
en una oscura mañana,
al lugar de las leyendas
de circunstancias extrañas
en que antiguos pescadores
de piel curtida y ajada
creían que se escondía
una maldición taimada,
donde la niebla de otoño
blanquea las madrugadas,
allí un arroyo encerrado
dentro de un viejo alisal
se muestra calmo y sereno
bajo el aura matinal
y en ese aparente orden
de espíritu natural
quien no conoce los mitos
no duda que es el lugar
en que sentirse seguro
para la larga jornada.
Cuando partió era noche,
se despidió en la ranchada,
había planeado el viaje
a través de las riadas
buscando el paraje virgen
en que plantar la redada,
vio salir al mismo tiempo
a sus pares de jornada
y separarse de a uno
con la ruta prefijada
y las ansias repetidas
de regresar a sus casas
con las chatas rebosantes
de sábalos en la trama.
Mucho después que brillase
el oro de la alborada
encontró el viejo paraje
en que detener la marcha,
abrió los viejos trasmallos
en la canoa entablada,
uno a uno los sembró
entre las olas castañas
a la espera que la suerte
esta vez sí lo ayudara
y tras el arduo trabajo
era hora de acampar
sin aguardar a que el sol
de las sombras estiradas
se lleve la luz del bosque
dejando a la oscuridad,
por lo que buscó un descanso
entre barranca y barranca,
rada playa y arenosa
en que hacer una parada,
donde varar la canoa
y levantar una carpa
al lado de fuego amigo,
vigilando la redada,
sin saber que su destino
a pocos pasos estaba.
Preparó la cena al fuego
en la antigua olla acerada
donde coció lentamente
un guiso de carne y habas
y el aroma lo inundó
mientras su mente vagaba
por problemas cotidianos,
por los labios de la amada,
por el peso del trabajo,
por la paga que no alcanza,
por la madre que está vieja,
por los niños que lo aguardan,
que quieren ser pescadores,
que esperaba que estudiaran
pero que ellos no quieren,
que en la próxima que salga
seguro querrán sumarse
y en las islas la ranchada
tendrá que hacerse más grande
al sumar la gurisada.
La oscuridad de la noche
se cerró dura y callada,
apenas un resplandor
hecho de carbón y brasas
a más del viejo farol
de la pequeña luz blanca
que apenas permite ver
más allá de la enramada,
suficiente pa’ llegar
a recostarse en la carpa
tras revisar la canoa
y asegurar la acampada,
porque el silencio en las islas
se quiebra casi de nada,
una hoja al viento tenue,
o el rumor de unas pisadas
de criaturas salvajes,
que nunca domesticadas,
a los que los pescadores
tienen la mente avezada,
aun así nocturnas voces
de criaturas aladas
suelen ser desconocidas,
ya no desacostumbradas,
porque no todo en las islas
es cosa catalogada.
Dormía cuando la niebla
cayó húmeda y helada.
La voz del ñacurutú
lo despertó como alarma
y un ruido desconocido
le espabiló la parada.
Temiendo a los cazadores
tomó linterna y el arma
y lo cegó un resplandor
que nunca pudo explicar,
con un zumbido profundo
que jamás volvió a escuchar.
La bruma lo dejó tieso
pero el frío más que nada
lo sintió en el corazón
cuando apagó la alumbrada,
se llenó el aire de ausencia
en la arena encapotada,
sintió al mundo enmudecer,
al punto que respiraba
y su aliento era estridente
en la cerrazón callada.
Los latidos devolvieron
la sangre a toda su cara
y en la cabeza empezó
a escudriñar qué pasaba,
pensó en un barco, tal vez,
cazadores en su lancha,
parecía razonable
pero no era de esperar
a como estaba la noche
que fueran a navegar
sin poder ver a su presa,
sin ver a qué le tiraban,
aun así por su experiencia
sabe al cazador capaz
de disparar por placer
sin ver algún animal,
y supo que no podía
encontrar razón veraz
a lo que había vivido.
No paraba de temblar,
recordó entonces sus redes
y pensó si aún estarán
que si fue un barco seguro
las debería arrastrar,
sintió caérsele encima
una angustia malhadada
que no lo dejó volver
a descansar a la carpa
y con los ojos abiertos
espero que la mañana
le permitiera saber
si la jornada pasada
había trabajado en vano,
si se perdió la redada
Se hizo larga la vigilia,
tan larga como cerrada
permanecía la niebla
sobre la tierra mojada,
pero espero con paciencia
a pesar de la ansiedad
y cada tanto los ojos
levantaba en la parada
buscando un hilo de luz
que como nunca faltaba.
Decidió encender un fuego
con que parar a la escarcha
y buscó linterna en mano
con que encender a las llamas,
pero entonces se dio cuenta
de qué manera temblaba
sin sostener en un punto
con seguridad el haz
de la lámpara en su mano,
y buscó serenidad
respirando bien profundo
aunque la misma humedad
le congelara por dentro
como escarcha sin piedad,
y al pasar unos momentos
consiguió un poco de paz
a pesar de los tormentos
de aquella inseguridad
que las flamas diminutas
comenzaron a opacar,
y a medida que crecían
con su calidez dorada
fueron dando a la demora
un respiro, un solaz,
sin alejar los temores,
sin ser la serenidad,
pero al menos un instante
para ponerse a pensar
y dejar de darle vueltas
aquella aventura extraña
que le tocara vivir
y esperar la luz del alba.
Más tranquilo estuvo al rato,
ya sin tanta oscuridad
y la frialdad de la bruma
no lo quería dejar.
Aunque estaba acostumbrado
a la dura soledad
de la vida isla adentro
y su rudeza ancestral
jamás nunca había llegado
tan lejos de su morada
y esperaba que la luz
le permitiera mirar
lo que pasó con sus redes
y con la barca varada
que dentro de la espesura
alcanzaba a divisar
donde la había dejado
cuando plantó la acampada.
El día a cada momento
clareaba de a poco más
y se llevaba la angustia
con lentitud apretada,
pero instante tras instante
se veía más allá.
Llevó calor a sus manos
al leve ardor de las brasas,
las frotó, les dio su aliento
para iniciar la mañana.
Le tronaron las rodillas.
¡Vaya sensación ingrata!
No le dio gran importancia
y caminó hacia la aguada
para observar el estado
en que las cosas estaban
y no encontró en la canoa
detalle que le faltara,
todo plácido y seguro,
todo lo usual y habitual
para embarcarse de nuevo
en el arroyo invernal.
Se volvió hacia el campamento,
juntó la olla y la pava,
se le pasó el desayuno
pero poco le importaba,
guardó la yerba y el mate
cama, linterna y la carpa,
y los llevó a la canoa
como cada madrugada,
los ubicó como siempre
lo hacía al ir a pescar.
Llevó la barca al arroyo,
no dejaba de pensar
en su temor más cercano:
la luz que lo despertara
podía haber arrancado,
si es que había sido lancha,
las redes que había plantado
toda la previa jornada.
Hizo arrancar el motor
y escuchó cómo sonaba
para encontrar una excusa
de que todo era normal
y recorrió el espinel
dentro de la niebla helada.
No encontró nada dañado,
donde dejó todo estaba,
le dio un tirón a la red
la sintió venir pesada
y notó que había pesca,
tal vez no cuanto esperaba,
pero seguía nervioso
y decidió levantar
los trasmallos del arroyo
y buscar otro lugar
o directamente irse
de regreso hacia su casa
ya que no había dormido
y la jornada era larga,
encontrando una razón
que pueda justificar
su deseo de volver
después de una noche rara.
Uno a uno los pescados
al hielo fueron a dar,
sábalos la mayoría,
alguna tarucha más,
de un tamaño razonable
para poder comerciar,
centímetro más o menos
le querrían regatear,
cosas del acopiador
al que siempre despachaba
la pesca de cada día
de labor sacrificada
por unos pesos que alcancen
para vivir la semana,
mantener a los gurises
y las cosas del hogar.
Una red tras otra red
y la pesca no era mala
ni una cosa de otro mundo
ni la peor que evocara
y eso lo tranquilizó,
ya no eran todos dramas
y la niebla daba paso
a la luz de la mañana
mientras la isla de verde
se tornaba cotidiana
al tiempo que algunas aves,
caranchos, y varias garzas
sobrevolaban el cielo
como trayendo esperanza
de que el miedo fuera en vano,
pero a esa hora la panza
le recordó estar vacía,
y buscó un trozo de pan
con que calmar el reclamo
ya que buscaba aguardar
a terminar la tarea
para sentarse a almorzar
más cerca del mediodía
y allí dejarse embriagar
por la calidez del sol
que le hacía tanta falta.
Comió, bebió y se sació
tras levantar la redada
y antes que llegue el sopor
de la siesta silenciada
decidió volver al ruedo
para llegar a las casas
antes que caiga la luz
y la noche agazapada
le devolviera los miedos
que con la bruma temprana
y la experiencia vivida
le congelara hasta el alma,
sensación que no quería
volver a experimentar
y que lo dejó pensando
en esa noche pasada
a la orilla del arroyo
que tan alejado andaba
de los parajes usuales
en que hacen su parada
los pescadores isleros
para ganar la jornada.
Navegó por los riachos
donde el viento no descansa
y en el bosque de la vera
la más leve brisa canta,
cruzó la laguna grande
donde las olas son bravas
pero estaba acostumbrado
y la canoa cargada
se tornaba más estable
para romper la andanada
y cruzar sin más peligro
las aguas bien encrespadas
hasta llegar a la boca
que al puerto al fin encauzara
al final del largo viaje
hacia la vieja ciudad.
Ya con esa cercanía
volvió la tranquilidad
y curiosas las gaviotas
se le acercaron sin más
saludando su retorno
a la costa iluminada
por el cielo vespertino
de calidez ensoñada
bajo el cual todas las islas
brillan como esmeraldas
que emergen verdes terrones
sobre las aguas de plata
cuya radiante textura
corta el pato y el macá
cuando no algún yacaré,
una nutria o un biguá.
El puerto estaba a la vista
cuando volvió a recordar
lo vivido aquella noche
bajo la niebla callada
y se preguntó en silencio
si alguien sabría explicar
o si tendría respuesta
de parte de un camarada,
pero dudó si sería
buena idea relatar
a dónde es que había ido
y las luces divisadas
o debía ser prudente
y convendría callar
para evitar comentarios
o que vuelen las palabras
como caranchos hambrientos
en las voces malpensadas.
Decidió guardar silencio
y si alguien preguntaba
por qué regresó temprano
plantear que a la gurisada
ya le había prometido
regresar esa mañana
para cumplir como padre
en la escuela alguna carga.
Vendió en el puerto la pesca
y a poco estuvo en su casa
donde todos preguntaron
el por qué de su llegada,
si es que hubo algún problema.
A todo dijo que nada.
La siesta le trajo el sueño
que tanto se demorara
y se recostó en silencio
fundiéndose con la cama.
Fueron pasando los días
y la calma cotidiana
puso distancia al suceso
y serenidad al alma.
El lunes volvió a las islas
enfrentando a sus fantasmas
manteniéndose bien cerca
del puerto y la costa alta.
Nunca más le paso algo
que a aquello se comparara
pero a la hora de ir
a buscar una parada
privilegió la prudencia
mucho antes que arriesgar,
tal vez siendo temeroso,
otra noche infortunada
en el corazón Islero
del delta del Paraná. |