De lo perdido lo que aparezca.
Me desperté sin piernas, solo dos muñones enrojecidos. Repté hasta la patineta de mi hijo y, apretando los dientes, me lancé a buscarlas. Un chamaco apareció de la nada y se subió sin mi permiso. Al principio me molesté, pero pronto noté su destreza manejándola. Guardé silencio. Juntos recorrimos media ciudad, hurgando en calles que nunca había pisado. No había rastro de mis piernas.
En un callejón, vimos a un tipo saliendo de un circo. Tiraba unas piernas al contenedor como si fueran basura. Sin pensarlo, las tomé. No encajaban bien al principio, pero tras varios intentos las ajusté a mis muñones. Vacilante, di unos pasos; después caminé con seguridad. Regresé a casa sin siquiera agradecerle al chamaco.
De camino, pasé frente a una construcción. Los albañiles me silbaron:
—¡Qué guapa, mamacita! ¡Qué buen trasero!
Confundido, miré mi reflejo en un escaparate. Las piernas venían con su propio trasero. ¡Seguro eran de la asistente del mago! Apreté los puños, entre el coraje y la vergüenza.
El niño volvió a aparecer, esta vez con una mirada que no reconocí.
—¿Qué tal, caminas bien? —me preguntó. Luego, riendo, añadió—: ¡Vaya, ¡qué grande se te ve el trasero!
Estallé:
—¡Es mejor no tener piernas! ¡Mejor morir que aguantar las groserías de los albañiles y alguna nalgada de una mano que ni sé de dónde salió!
El chamaco sonrió con malicia y respondió:
—No seas bruto. Tendrás que hacer ajustes, pero de lo perdido, lo que aparezca.
De afuera llegaba un viento fresco y la música de los Beatles cantando Hey Jude. Mientras se alejaba, le escuché decir:
—No te achiques. A mi hermana le gustan los hombres nalgones. Seguro no es la única.
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