Del talento a la inclusión. Hacia un mundo sin excelencia.
En mi infancia destacaba por mi habilidad para resolver ejercicios matemáticos. Ya en los primeros años de la primaria, en los concursos de sumas, restas y multiplicaciones, la profesora llenaba la pizarra de ejercicios y dividía el curso en cuatro filas. Cada alumno debía resolver un ejercicio; si alguien se demoraba o se trababa, su grupo perdía puntos, y pasaba el siguiente. Cuando era mi turno, los resolvía sin demora y, para ganar tiempo, me atrevía con varios ejercicios a la vez. Ante el asombro de todo el personal, la profesora decidió apartarme, argumentando que la idea era que todos los alumnos participaran por igual. Aun así, desde mi rincón de "castigo", le hacía señas a mis compañeros cuando veía que sus respuestas estaban mal. Finalmente, optaron por expulsarme del aula mientras se realizaban las olimpiadas matemáticas.
Años después, en la universidad, en las pruebas de álgebra o cálculo, muchas veces me iba pésimo en la primera evaluación. Solo resolvía la pregunta de "regalo", que tenía un puntaje mínimo, y terminaba obteniendo un miserable 1,5 o 1,7 en una escala de 1 a 7. Esto deleitaba a algunos profesores, quienes calculaban que con esas notas sería difícil recuperarme. Me aconsejaban que abandonara la universidad, asegurando que las ciencias no eran lo mío. Sin embargo, en la segunda prueba, respondía todo y terminaba antes de tiempo, obteniendo notas como 6,5 o 6,8.
Presentaba mis quejas porque consideraba que merecía un 7, pero el decano, después de apelar en varias instancias, me sugería que no insistiera. Era una reunión formal, donde debía estar presente el presidente del centro de alumnos, me explicó que, en primer lugar, el 7 no existía en la facultad, pues era una calificación "reservada para Dios" —refrán que olvidé, dado que la universidad era católica— y, en segundo lugar, existían sospechas de que, para obtener un 6,5, debía haber hecho trampa.
—¿Cómo trampa? —pregunté.
El decano, quizá sorprendido por la contra pregunta, bajó el nivel de la conversación y respondió:
—Pudo haber copiado —dijo, abriendo los ojos como si me hubiera descubierto.
—¿Y a quién? Si el compañero con mejor nota sacó apenas un 5,2. ¿Cómo iba a lograr yo un 6,5 copiando?
No quise decirle "¿me extraña?", pero lo pensé. Se quedó en silencio por unos segundos, luego retomó su tono de autoridad y concluyó:
—Me consta que no hizo trampa. Pero le sugiero que no siga con el reclamo. Un 6,5 es una muy buena nota y lo puede confirmar con la tercera prueba.
Eso ocurrió a fines de los años setenta. Años después, ya alejado de la universidad, supe por conocidos que el nivel de exigencia había aumentado, especialmente en las carreras científicas. La razón era que estaban ingresando alumnos destacados y muy estudiosos, muchos de los cuales, por primera vez, en la historia de la universidad, sacaban nota 7. Para diferenciarlos aún más, elevaron las exigencias. Como exalumno podía decir con orgullo que egresé de una universidad conocida por exigente.
A partir del 2000, comenzó a hablarse de la inclusión y de cómo el mundo estaba cambiando. Y vaya que cambió. Primero, a nivel universitario, los estudiantes de carreras como derecho y ciencias comenzaron a exigir que se redujeran las exigencias académicas porque no les quedaba tiempo para el ocio. También pedían que los programas se acortaran, pues consideraban que seis o siete años eran demasiado y que con cinco, o incluso cuatro, era suficiente.
En las empresas, se volvió bien visto contratar personas diversas: por orientación sexual, raza, complexión (gordos), estatura (enanos), nacionalidad, etc. Además, si por necesidad se debía despedir a un trabajador éste podía alegar que se siente cómodo en la empresa y ya no es fácil despedirlo. Primero fue una tendencia, ahora está en los reglamentos. En el cine, tanto en producciones estadounidenses como europeas, se empezaron a contratar actores de diversas etnias y complexiones por cuotas. Lo mismo ocurrió con el personal detrás de cámaras. Los cantantes incluyeron en sus ballets a bailarinas no solo altas, esbeltas y rubias, sino también gorditas y latinas. Quienes viajan con frecuencia pueden notar que en hospitales, aeropuertos y supermercados hay un personal más diverso.
Esto fue bien aceptado durante un tiempo, pero hoy la migración descontrolada está colapsando varios países. Un amigo mío, que es austriaco, quiere regresar a su país debido al aumento de la delincuencia, pero le ponen trabas para ingresar a Alemania, a pesar de ser europeo.
Con los mismos amigos con los que en los ochenta y noventa hablábamos del aumento en las exigencias universitarias, ahora discutimos cómo el nivel ha bajado drásticamente. No solo en Chile, sino a nivel mundial. Instituciones como la NASA, las principales universidades del mundo (Harvard, MIT, Boston), IBM, el ejército y las grandes compañías de inteligencia artificial, tecnología, energía nuclear y farmacéuticas se quejan de que las cuotas de diversidad dificultan la contratación de los mejores talentos. He leído publicaciones que muestran cómo, en lugar de contratar a diez ingenieros brillantes de la India —donde se encuentran los mejores profesionales informáticos—, se deben cumplir cuotas, dejando fuera a ocho extraordinarios para contratar a ocho mediocres, solo por cumplir con la diversidad.
No suelo involucrarme en política, salvo para mantenerme informado, pero este tema me abruma. Durante años despotriqué contra la profesora que me dejó fuera de las olimpiadas matemáticas en la primaria o contra los profesores y el decano que cuestionaban mis notas en la universidad. Luego me mordí la lengua al ver cómo el mundo cambiaba y traté de entender que quizás mi profesora había sido visionaria, evitando que destacara sobre quienes simplemente no tenían mis habilidades.
Con el reciente accidente aéreo en la capital de Estados Unidos, en el que chocaron dos aviones y murieron más de sesenta personas —aparentemente por error humano—, Donald Trump rompió con el formalismo habitual y culpó directamente a los gobiernos de Biden y Obama por no detener estas políticas inclusivas. Argumentó que la contratación basada en cuotas compromete la excelencia en instituciones críticas.
Por lo que me ha tocado vivir, parece que Trump tiene razón.
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