Es que el planeta que piso, para saber como luce, debo alejarme mucho de el. Pero cuando lo consigo he tenido que cruzar varias capas atmosféricas que me ocultan su real aspecto. Y visto desde aquí su curvatura se inclina un grado cada ciento once kilómetros y un piquito. Distancia en la que, hipotéticamente, debo considerarlo llano. Y yo perdido en lo corto.

Y aunque estoy dotado de un instrumento visual envidiable, lo malgasto en las distancias cortas. Pudiendo incrustar mi mirada en una cueva de las tantas de la luna. Y, qué conste, que ella está a casi cuatrocientos mil metros de mi. Pero hace solo algunos días que un fenómeno astral alineó a los planetas de mi sistema solar. Algo que ni siquiera un tataranieto mío podría disfrutarlo. Y yo muy perdido en lo corto.

Y lo triste es que lo corto me ignora. Porque opaca lo que me aclara lo lejano. Y hasta me distrae y quiere justificar mis visitas al optometrista. Pero lo explica el oído que tiene lo inmediato. Esa capacidad de poder responderme y ponerme en claro el daño que le hago. Y ese mirarme suyo que engorda mi ego. Y con un bullicio qué me ensordece. Y esa crítica que alimenta mi hambre por lo cercano. Por lo que prefiero seguir perdido en lo corto.

Sin embargo, mi consolador no sabe de dimensiones. Ya que está en todas partes. En lo corto y en lo largo, en lo externo y en lo íntimo: ¡Y, por supuesto, que sé trata de Dios!