En una noche tranquila de verano en Ñuñoa, la oscuridad envolvía la inmensa residencia. Un ambiente denso y cargado de tensión se respiraba en el aire. Manuel se refugiaba en la biblioteca, intentando calmar su mente tras una discusión con su esposa, Mariana. Mientras tanto, ella permanecía en la sala principal, llorando sin consuelo y reprimiendo un profundo odio hacia su cónyuge. Lo había enfrentado acremente, acusándolo de haber mandado matar al novio de su hija por la simple razón de no ser rico.
El marido lo negó y terminó la discusión propinándole una fuerte bofetada cuando ella amenazó con informar a la policía de sus sospechas.
Un rato después llegó Mateo —el único hijo varón del matrimonio— a consolar a su madre. Le prometió, con gesto cargado de ansias de venganza, que nunca más su padre la golpearía. A través de las lágrimas, Mariana vio en los ojos de su hijo el mismo brillo maligno contenido en la mirada de su esposo cuando se enfurecía. Destellos de muerte como los que hubo también en la mirada de Renata, su hija, al enterarse de la muerte de su prometido y acusar a voz en cuello a su progenitor.
A medianoche se escuchó el estruendo de un balazo proveniente de la biblioteca. El primero en llegar —se dijo después— fue el mayordomo, quien entró de prisa al lugar pues la puerta estaba abierta. Encontró al ama de llaves impávida mirando el cuerpo del señor de la casa con un balazo en la sien izquierda. Luego hizo acto de presencia Renata, quien solo observó sin asombro la escena. Se dirigió a la ventana que había dejado abierta horas antes, la cerró y salió de prisa del lugar sin decir palabra alguna.
Mariana entró a la biblioteca con paso solemne. No hizo ningún aspaviento, dio algunas instrucciones al mayordomo y al ama de llaves, y luego les ordenó retirarse y estar pendientes de lo que se ofreciera.
Esquivó con desprecio el cadáver del esposo y tomó el teléfono para llamar a la policía y al abogado de la familia. Cuando este último contestó la llamada, ella lacónicamente dijo por el auricular: —Ha muerto, procede como lo convenido—
Al terminar la llamada, volvió su mirada hacia una pared de la habitación pues escuchó como algo pesado se deslizaba. Era su hijo, recién entraba por una puerta oculta tras un estante de libros. Solo su padre y él conocían de su existencia, así como de otros pasadizos que conducían desde la biblioteca hasta las habitaciones de Renata y del ama de llaves.
Mariana dominó la sorpresa y, sin hacer el menor comentario, tomó a su hijo del brazo y salieron de la habitación. Pronto aquello se llenaría de policías, dado la importancia social y económica del occiso.
Horas más tarde, quienes estuvieron en la residencia a la hora del asesinato estaban reunidos en un mismo lugar y eran interrogados por turnos por los agentes policiales. La tensión en el ambiente era palpable. Aunque el motivo del asesinato seguía siendo un misterio, lo más importante era descubrir… ¿quién fue el asesino? |